Cuando de pequeña le decía a mi abuela que yo quería confesarme con don José porque era muy majo y me entendía a la perfección, ella me respondía que en la confesión lo importante no era con quién te confesabas sino la gracia del sacramento que se recibía. Yo entonces lo entendía, aunque sólo a medias. La confesión es la confesión, te confieses con quien te confieses. Hasta ahí claro. Pero entre confesarte con una persona con la que tienes una relación previa y confesarte con un desconocido… va un trecho ¿O tal vez no?

Todos estamos más a gusto en territorio conocido. Preferimos confesarnos con el sacerdote que sabemos que nos va a decir lo que queremos oír; vamos a misa a esa parroquia en la que se curran tanto las dinámicas con las que explican el Evangelio; utilizamos esa aplicación que nos desmenuza hasta la última migaja de la Sagrada Escritura. Nos gusta que nos lo den todo hecho y a nuestra medida. Que la confesión nos sirva para desahogarnos y aclararnos; que la misa nos resulte útil y aprendamos alguna lección; que de la Sagrada Escritura podamos entender algo que podamos utilizar después en nuestro día a día…

Por supuesto, es lícito (de hecho, es bueno) desear que todo lo relacionado con la fe tenga una repercusión directa en nuestra vida y nos ayude a vivirla. Está bien buscar de qué manera o en qué lugar uno simpatiza más con la forma de transmitir la Buena Noticia para que fe y vida sean siempre un binomio indisoluble.

Sin embargo, queriendo que todo nos aproveche y nos sea útil corremos el riesgo de prescindir de una parte importantísima de la fe: el misterio. La fe tiene una dimensión enorme de misterio de la que no se puede sacar tajada ni se puede llegar a comprender. Sólo se puede acoger.

El valor de la misa es exactamente el mismo cuando quien la prepara es el grupo de jóvenes comprometidos de un parroquia y se cuida hasta el último detalle que cuando tres ancianitos se reúnen en una iglesia lúgubre y apenas se les oye contestar. El valor es el mismo porque lo que hay en juego es la gracia de un sacramento, y los sacramentos son uno de tantos misterios de la fe.

Hagamos de nuestra fe vida. Pero no queramos hacer encajar la grandeza de la fe en la pequeñez de nuestra vida.

 

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