La clave de la penitencia es su sentido: distinguir lo que deseamos como caprichos puntuales, compensaciones que no nos dejan crecer, de las verdaderas necesidades que requiere nuestro estado de vida (civil, religioso, casado, soltero, padre, madre…). En esto nos estamos jugando nuestro sentido y felicidad. ¿Por qué hacemos todos esos sacrificios, limosnas y oraciones?, ¿por costumbre, por obligación… o por convicción? Dos sombríos compañeros nos acompañan en nuestro viaje cuaresmal:

Por un lado, el sacrificio sin sentido: un cristianismo oscurecido. Consiste en sufrir extra de modo voluntario. Yo soy muy penitente, «espiritualísimo», así que me impongo más sacrificios que rezos. Represión irracional de deseos. Ahora bien, lo que queríamos precisamente era renovar nuestro deseo de Dios: purificar nuestra voluntad, no esclavizarla todavía más.

Por otro lado, el sentido sin sacrificio: un cristianismo sin cruz (aún más oscuro…). Aquí se busca una felicidad al margen de Dios. Sin embargo, ya numerosos testigos de Cristo nos lo han advertido claramente: no hay cristianismo sin cruz. Cristo es el camino, la verdad y la vida; también a través de las misteriosas dunas del desierto cuaresmal.

¿Solución? Ni una ni otra propuesta. El sufrimiento hay que integrarlo en la vida cotidiana, pues tiene un sentido último, que aquí no logramos terminar de ver. Ofrezcamos al Señor el sufrimiento no buscado y evitemos sufrir sin sentido. El mejor criterio de penitencia es nuestro propio crecimiento espiritual: si algo nos ayuda a crecer –nos hace más libres y felices por dentro–, entonces es una penitencia que Dios fecundará hasta límites que se nos escapan. Lo poco que podamos ofrecerle a Jesús en sacrificio nos lo devolverá de forma sobreabundante. Estamos bajo el sol abrasador del desierto cuaresmal, pero Dios sufre con nosotros y en nosotros. Déjate guiar hasta la tierra prometida, más allá de oasis imaginarios. Una tierra real como la vida misma. Una tierra sin llanto ni dolor.

 

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