San Juan Bautista era uno de ellos; también san José. Y Natán, Nicodemo, Ananías, Marta y María… Todos ellos eran quintos en discordia. En las compañías de ópera, el quinto en discordia es aquel sin el cual la trama no puede desarrollarse. Es el elemento ajeno, el personaje al que no corresponde otro del sexo opuesto. Pero es necesario que haya un quinto en discordia, porque es quien conoce el nacimiento del héroe, aparece para ayudar a la heroína cuando se cree perdida, mantiene a la reclusa en la celda o, incluso, puede provocar la muerte de alguien, si forma parte del argumento. Y la Biblia está plagada de ellos. Ser quinto en discordia es reconocer que «yo no soy el mesías» (Jn 1, 20) y decir humildemente que «detrás de mí viene el que es más fuerte que yo» (Mc 1, 7). Y, al mismo tiempo, es quien ve lo que otros no son capaces: «este es el cordero de Dios» (Jn 1, 36). Natán lo fue, en poner ante el rey David su pecado. Y también Ananías, aceptando que Pablo, y no él, era el instrumento elegido por Dios para llevar su nombre a los paganos (Hch 9, 15). De ellos sabemos que han elegido la mejor parte. Todo esto, porque renunciaron a protagonismos para ser cómplices del protagonista; en este caso el Señor. Y desde esa complicidad, sumarse a trabajar por el Reino.
Cuando pienso en mí y en la vocación de jesuita, me veo a mí mismo como quinto en discordia. Es una llamada a ser consciente de que, en mi vida, tal vez no sea la persona más importante para otra; que no siempre veré los frutos de mi trabajo, que otras tantas veces quedaré periférico a la vida de quienes quiero y que, sin embargo, eso no me impide ser testigo privilegiado del paso de Dios por sus vidas. Porque la vocación del jesuita se juega en escuchar a la gente, en ser cómplice de sus problemas y fatigas (¡y también de alegrías!), en acompañar y en no ser impedimento para que otros descubran qué es lo que Dios quiere de ellos a la luz de la oración. Es dar un paso atrás para dejar espacio a la libertad de la otra persona y que Dios pueda abrirse un hueco en ella. Es también ayudar a la reconciliación.
El tiempo pasa, Señor, y reconozco en él cómo la vocación ya no es una promesa, sino un camino recorrido donde encuentro motivos suficientes para seguir creyendo en Ti y en las personas. Aunque a veces desearía interpretar otros papeles, sé que esto merece la pena, que lo mío es ser un quinto en discordia. Que con el año que empieza sepa jugar bien mi papel, quererlo, identificarme cada vez más con él y aprender de los que, antes que yo, lo interpretaron.
Tal vez no sea el papel más espectacular, ¡pero no se puede desarrollar la trama sin el quinto en discordia! Es un buen trabajo y quienes lo interpretan suelen tener una trayectoria prolongada.
Y tú, ¿eres un quinto en discordia? Será mejor que lo averigües.