Hoy celebramos el Día Internacional del Trabajo. Puestos a exagerar, para algunos el Primero de Mayo supone un motivo para salir a la calle bandera en mano reclamando derechos y formulando exigencias infinitas, para muchos es la excusa para disfrutar de un puente más -con posibilidad de ir a la playa- e incluso habrá quien piense que se trata del origen de un «santoral progre», que sobre todo da pie a muchos días consagrados a buenas causas que limpian nuestra conciencia sin mayor repercusión. Y es que el trabajo forma parte de esas cosas que uno valora cuando no tiene –o que cuando lo tiene deja mucho que desear–.
Pero conviene no olvidar que detrás de este día hay un punto más profundo que no podemos soslayar: el verdadero sentido del trabajo. Y es que su valor y su importancia no es sólo cuestión de horas, de sueldo o de derechos. El trabajo nos dignifica como personas, y nos humaniza porque pone en juego nuestras virtudes, nuestra buena voluntad y nuestra experiencia. Lejos de ser un castigo, es un espacio para encontrarnos con Dios, para dar lo mejor de nosotros mismos, para crear lazos con los demás y para contribuir al bien común. Ensalza nuestra capacidad creadora y nos moviliza. Para bien o para mal, en él pasamos buena parte de nuestros días.
Y como ocurre en otros tantos casos, quizás conviene hacerse la pregunta sobre el sentido que le damos al trabajo, y si este trabajo corresponde con nuestro lugar en el mundo, o no. Y si vivimos nuestro trabajo mirando la hora y soñando con la nómina o más bien es una vocación que da sentido a nuestra existencia, y además mejora la sociedad. O por qué trabajamos ahí, y no en otro sitio…
Para los cristianos y los no cristianos hoy no puede ser una fiesta más, porque Jesús fue un carpintero que se ganó el pan con el sudor de su frente. Y sobre todo, porque todavía hay muchos millones de personas en nuestro planeta que ansían un jornal, y otros tantos, por qué no decirlo, que tragan saliva y maldicen su suerte cada vez que van a trabajar.