Estas semanas hay muchos nombramientos en la iglesia. Si la semana pasada CONFER elegía sus nuevos presidente y vicepresidenta, esta semana se espera con todo tipo de quinielas el relevo en la secretaría de la conferencia episcopal. Hoy mismo se pueden leer en distintos medios especulaciones y quinielas sobre quién será el sucesor de Monseñor Martínez Camino como nuevo secretario y portavoz.  Y en dichos análisis aparecen con frecuencia argumentos sobre equilibrios de poder, facciones, intereses de unos u otros por colocar a sus favoritos para tener más influencia…

 El poder existe, y no podemos negarlo. En instituciones, sociedades y pueblos. Es humano el buscar formas de organización, delegar en algunos individuos atribuciones y responsabilidades, y darles también los recursos, materiales, humanos y legales para que puedan cumplir las funciones que una sociedad delega en ellos. Así se legitima el poder. Pero es peligroso. Porque seduce y envuelve a quien lo tiene. ¿Nunca has oído hablar de “la erótica del poder”? Pues eso. Mandar. Ser obedecido. Ser adulado. Ser temido. Anular y someter al que piensa distinto, al que plantea objeciones, al que disiente de uno… Todo eso puede ocurrir, cuando uno tiene en su mano los mecanismos para presionar a otros. Se pueden ir confundiendo los horizontes. Convertir la propia posición en inamovible, utilizar las herramientas del poder para doblegar voluntades. Absolutizar lo propio.

 Todos tenemos poder. Más o menos. Pero todos tenemos algo. Por posición, por trabajo, por consanguineidad, por carisma o por casualidad. Pero lo tenemos. Poder sobre otros, en distintas facetas de la vida. La pregunta es, ¿para qué lo vamos a utilizar? ¿Para el propio beneficio o para el bien común? He ahí una de las encrucijadas más decisivas de toda vida. Y he ahí donde encaja una propuesta de sentido: entender el poder como servicio. Quizás, desde las atalayas en las que cada uno se encarama, debamos preguntarnos a menudo si lo que estamos construyendo son muros que defienden nuestras seguridades, espejos que engordan nuestro ego, o puentes que sirven a otros, especialmente a los que, hoy por hoy, nada pueden.

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