Dios habita en la realidad. Contemplar nuestra vida desde la fe cristiana nos permite ensanchar el corazón, estar atentos y abrir bien los sentidos para poder detenernos en los detalles y ver más allá de lo aparente: percibir el buen olor de Cristo presente en todas las cosas (2Cor 2,15), auscultar los latidos de su Santo Espíritu que late en las encrucijadas más recónditas de nuestra existencia, mirar cómo su luz penetra e ilumina todas nuestras oscuridades y escuchar su voz silenciosa que resuena en toda la tierra para no quedarnos en una lectura reduccionista, catastrófica, pesimista y desoladora de la realidad.
La fe cristiana no es ingenua, ni espiritualista, ni indolente; sino encarnada; por lo tanto, como lo diría Terencio, “nada de lo humano nos es indiferente”. Así también lo afirma la Iglesia en su Constitución Pastoral Gaudium et Spes “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”.
En medio de este tiempo de Adviento y un contexto de tantos desafíos, crispación, conflictos, guerra y polarización, es quizá más urgente que nunca ponernos los lentes de la fe para saber leer, con nitidez y esperanza, la letra pequeña y la entrelínea de la acción del Padre y no dejarnos llevar por el ruido de la maldad, pues el ruido no hace bien y el bien no hace ruido; por lo tanto, habría que hacer silencio, no sólo para escuchar, sino también para saber mirar; pues como diría san Juan de la Cruz “el mirar de Dios es amar” (CB 32,3). Dios sigue creándonos y recreándonos y tal vez siga afirmando lleno de asombro lo que dijo al finalizar la creación: “vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31).



