Cuando uno prepara una actividad pastoral, intenta que sea atractiva, que a los jóvenes les entre bien y que lo sientan como algo propio. En el fondo, es recordar aquellas palabras de Benedicto XVI y de Francisco de que “no se evangeliza por proselitismo, se evangeliza por atracción”. Esto es lógico y conviene no olvidarlo nunca, aunque a veces confundimos lo atractivo para los jóvenes con lo atractivo para los catequistas…
Sin embargo, aquí puede surgir una nueva tensión pastoral. Hacerlo tan atractivo para ellos, que al final no hay manera de que luego vayan a otra parroquia o comunidad o sobrevivan a una misa dominical en cualquier lugar del mundo. De tal forma, que lo hacemos tan adaptado y masticadito que mostramos una religión a nuestra medida y que, por tanto, después se rechaza la propuesta de la Iglesia universal. Nos llenamos tanto de nosotros mismos y de nuestros propios lenguajes que no dejamos hueco para otros, ni casi para Dios.
En el fondo, bajo esta tentación subyace una fragilidad del pastoralista: “menos mal que estoy yo -o nosotros-, que no soy -o no somos- como los demás”, porque nuestro modo de vivir la fe es tan bueno y tan particular, que acaba siendo excluyente, y así hacemos de nuestra visión del evangelio la única que vale.
Evidentemente, siempre vemos esto en los demás, pero la pregunta tiene efecto boomerang: ¿y yo, qué evangelio predico?