Puede que sea más o menos extrovertido, compartas lo que te alegra y te preocupa con más o menos soltura, pero todos tenemos lugares de nuestro ser que guardamos para nuestra intimidad, aquello que no cuentas a nadie y pretendes que nadie se entere. Sin embargo, de pequeño te enseñaron que Dios es onmipresente, que está en todas partes y ve todo lo que haces. Muchas veces tenemos la imagen de Dios como un paparazzi que saca a la luz los trapos sucios.
El paparazzi conoce a fondo, sabe dónde y con quién está, en qué momento sale de su casa y su hora de vuelta. Recibe chivatazos que le informan de su presencia en los lugares más ocultos. El perseguido se las ingenia para despistar a la prensa y tener así un poco de intimidad, pero nunca lo consigue. De nada le ha valido esconderse, siempre lo pillan infraganti, el paparazzi se frota las manos: ¡Cuánta información para recriminar y echar en cara!
El paparazzi conoce las debilidades de las personas que persigue, está atento a ellas, ha oído rumores de lo que se trae entre manos, busca en la intimidad exponiendo la incoherencias y removiendo las heridas sin buscar sanarlas. A veces se enfrenta con su presa, le acerca un micrófono en la misma puerta de su casa y le pregunta sin piedad por los acontecimientos más oscuros de su vida, le pide explicaciones con agresividad, sin dejar espacio para el respeto o el diálogo. Saca los fantasmas de su vida sin compasión, quiere ver cómo reacciona, ponerle al límite, ver cómo es su reacción ensangrentada ante lo escabroso y lo vergonzoso. El paparazzi no sabe de ternura, de acogida y comprensión. Crea intranquilidad, activa dinámicas de vida basadas en el “¿me pillará? ¿Qué pensará de mí?”
Dios omnipresente como un paparazzi no es la imagen del Dios que acompaña en el camino. No respeta el margen de error, no crea el ambiente de acogida para crecer en libertad. No saca los trapos sucios para mostrarlos en revistas, ni extorsiona con lo íntimo y profundo de nuestro corazón, aunque conocerlo… lo conoce de sobra.