Desde los orígenes de la civilización, los asentamientos humanos han gravitado en torno a un lugar sagrado, el axis mundi o eje del mundo en torno al cual se organizaba la actividad religiosa, social, económica y política. La geografía urbana refleja en muchos lugares del mundo una disposición en la que el templo principal ocupa un lugar privilegiado, normalmente cerca de la plaza mayor, el mercado y el ayuntamiento.

Hay quien habla de una topografía religiosa para referirse a la distribución espacial de los lugares sagrados y su relación con el resto de las instituciones de la sociedad. En las sociedades primitivas esta disposición se ha interpretado mediante el modelo centro-periferia: el templo se ubica en el centro, el km 0, y el resto en la periferia. Con el paso del tiempo, el centro se ha desplazado fuera del casco antiguo de las ciudades, donde ahora se ubican los nuevos hubs financieros, comerciales y de comunicación.

El modelo también sirve para analizar el modo como se distribuye el poder. Los estudios coloniales aplican esta herramienta conceptual para mostrar la manera como las antiguas metrópolis (el centro) extraían recursos de las colonias (las periferias).

En las últimas décadas, la ecología política ha vuelto a utilizar el esquema, esta vez para explicar los mecanismos que hacen posible que una élite financiera global (el centro) explote los ecosistemas naturales (la periferia), ya sea deforestando, extrayendo recursos o contaminando de modo irreversible aquellos territorios alejados del centro. En la sociología de la religión se utiliza también el modelo; esta vez para explicar el proceso de secularización: el desplazamiento de la religión del centro a los márgenes de la sociedad.

El papa Francisco ha usado este modelo también, aunque en un sentido distinto de los anteriores. Ya desde el inicio de su pontificado, dejó claro que su misión y su sueño para la Iglesia consistía en ir, precisamente, a las periferias, lugar de misión y de encuentro con el pueblo de Dios. Ahora bien, Francisco invierte el orden de la relación (que pasa a ser periferia-centro) y amplia el significado del concepto periferia al incluir una dimensión existencial, personal.

La intuición no es nueva; resuena con muchos relatos de los evangelios. Por ejemplo, cuando Jesús narra la parábola de la oveja perdida, termina con una pregunta: «¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas ¿no dejará en los montes a las noventa y nueve, para ir en busca de la errante?» (Mt 18, 13) ¿No es esta acaso una invitación explícita a ir a las periferias?

Al mismo tiempo, Francisco insiste en que no solo hay periferias económicas, políticas y geográficas; también hay periferias existenciales, en nuestro interior, cada vez que marginamos la presencia de Dios y lo empujamos a las orillas de nuestra vida. La secularización no es únicamente un fenómeno externo, cultural. Es también un proceso interno, espiritual.

Pensar en el centro y la periferia puede ser un excelente ejercicio intelectual y espiritual. Puede ayudarnos a interpretar mejor el mundo en el que vivimos y a mirarnos interiormente para descubrir dónde está nuestro corazón. Es decir, qué ponemos en el centro y qué dejamos al margen.

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