Para la etología –la ciencia que estudia el comportamiento animal– rastrear es intentar averiguar algo siguiendo señales o indicios. Por ejemplo, la presencia de otros animales a partir de las señales que dejan.

Según el etnólogo sudafricano Louis Liebenberg, que estudió las técnicas de caza de los indígenas bosquimanos del desierto de Kalahari en la década de 1990, el rastreo desempeñó un papel esencial en el desarrollo de la inteligencia humana. Para Liebenberg, más que una técnica de caza o depredación el rastreo fue, en su origen, un arte, una manera de prestar atención, una forma del pensamiento.

Otro autor que ha reflexionado sobre el significado del rastreo es Baptiste Morizot. El pensador francés afirma que los humanos, como primates frugívoros (que se alimentan de frutos), desarrollamos más la visión que el olfato. Y luego nos convertimos en cazadores y rastreadores. Es decir, evolucionamos para encontrar cosas, como los animales carnívoros, que no estaban en un lugar fijo. Y, a falta de un fino olfato, tuvimos que desarrollar el ojo de lo invisible, el ojo de la mente y de la imaginación.

Hoy día las técnicas de rastreo han adquirido muy mala prensa al asociarse principalmente con el ámbito digital y la capacidad de observar a las personas por medio de los poderosos instrumentos que la tecnología pone al alcance de los estados y de las empresas. La observación constante, unida a la capacidad de acumular información sirve para identificar patrones de comportamientos que permiten a su vez conocer con precisión los hábitos y las preferencias de consumo personales.

El rastreo resuena también con la imaginación religiosa, que siempre ha tratado de detectar la presencia de los espíritus, los dioses o –en el caso de las religiones monoteístas– del único Dios. No resulta exagerado afirmar que un creyente es un «rastreador de Dios».

Ahora bien, en el caso del cristianismo el propio Jesús alude claramente al carácter elusivo de la divinidad al afirmar que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18). Reconociendo su existencia, nos advierte de antemano de la incapacidad humana para verlo.

Sin embargo, aunque a menudo parece que busquemos a Dios a ciegas y no dispongamos las capacidades adecuadas, contamos con una gran ventaja: la experiencia de aquellos que nos han precedido en el camino de la fe y nos han transmitido sus aprendizajes. Los personajes que pueblan la Biblia inician búsquedas no tan diferentes a las nuestras de las que estamos llamados a aprender.

La expresión «signos de los tiempos», tan utilizada en las últimas décadas en círculos cristianos, hace referencia a las señales que Dios deja en una determinada época –en forma de grandes acontecimientos políticos, sociales o económicos– invitando a interpretarlas. Comprender el significado profundo de esos acontecimientos precisa del discernimiento para decidir qué hacer.

Pero la presencia de Dios no se manifiesta solo en grandes eventos históricos, sino sobre todo en pequeños signos cotidianos que requieren de un adiestramiento constante para ser interpretados de forma correcta. Así lo advirtió Jesús: «Mirad la higuera y todos los demás árboles. Cuando veis que echan brotes, sabéis que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca» (Lc 22, 29-31).

Por último, no podemos olvidar que el gran rastro que Dios ha dejado es su propio Hijo. Como si de una semilla plantada en el mundo se tratase, Jesús es el fruto que podemos ver, oler y tocar. Él es el signo visible de la gracia invisible de Dios. Él es quien nos conduce a Dios. Por ello, seguir sus huellas es garantía de seguir el rastro adecuado.

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