A finales de los años 70 los responsables del Museo Smithsoniano del Aire y del Espacio en Washington se reunieron con grupo invidentes para consultarles la mejor manera de hacer accesibles los contenidos del museo a los visitantes ciegos. Una de las piezas más admiradas de la colección cuelga del techo de la gran sala central: es el Spirit of Saint Louis, el avión con el que el piloto Charles Lindbergh logró en 1927 el primer vuelo transatlántico sin escalas. La dirección del museo propuso construir una réplica a escala del avión para que los ciegos pudieran tocarla. Después de reflexionarlo, la respuesta fue que esa era una buena idea siempre que el modelo se situara exactamente debajo del original.

Aunque no podamos ver el original, es importante saberlo ahí, muy cerca. Y sobreviene el escalofrío que provoca la proximidad de lo auténtico.

Juan dice que a Dios nadie lo ha visto (Jn 1, 18). Es cierto que nuestro imaginario parece necesitar agarrarse a una representación para poder asimilar a Dios. Iconografías que lo muestran como bondadoso, justo, padre o madre, arquitecto, sabio… Pero a mí me gusta esa imagen de Dios sin imagen. Esencial, invisible a los ojos, pero accesible desde otros sentidos.

Porque el original está ahí, y su presencia cercana nos hace vibrar inexplicablemente.

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