FCF es una de esas siglas que los médicos acostumbramos a utilizar y que, en no pocas ocasiones, convierten nuestros textos en insufribles, aunque el ordenador compense el otro dolor que provoca, pero no siempre, la caligrafía. FCF: frecuencia cardíaca fetal. Su monitorización es la banda sonora del paritorio en ese momento en que la vida asoma al mundo visible. Antes, desde unas cuarenta semanas atrás, la vida ya era vida, aunque no la viéramos. En el lugar de la transición de la oscuridad a la luz, testigo de un amanecer hermoso, los profesionales sanitarios tienen muy claro que están acompañando y cuidando a dos corazones que laten juntos, el pequeño mucho más rápido, gracias al esfuerzo del grande.
Los latidos, tan vertiginosos como tiernos, de la persona que ya vive antes de haber nacido, son estos días motivo de enfrentamiento. No debe sorprendernos, porque de un tiempo a esta parte asistimos a la invasión de todas las esferas sociales, familiares y laborales por parte de los profesionales de la política. Como médico, tengo claro que las leyes españolas han convertido en papel mojado los fundamentos deontológicos de mi profesión, por muchos paños calientes con que se quieran cubrir estas heridas.
Cuando la actual polémica pase a un segundo plano, sin embargo, me temo que seguiremos padeciendo a diario la exaltación de la autonomía personal que desequilibra completamente las relaciones entre médicos y pacientes, hasta retorcer las certezas que podemos demostrar científicamente y anular el principio básico de «primero no dañar», que compromete a la profesión médica con el débil, con aquel cuyos latidos coaccionan, porque en España ya no tiene derecho a la vida. Solamente le salvaría que ningún médico agachase la cabeza de su dignidad para no pasar por ahí.