Tú Señor eres mi Roca, mi Refugio, mi Salvación. En ti me siento segura.
¡Cuántas veces anhelamos la seguridad en nuestra vida! En una vida llena de imprevistos, sorpresas, acontecimientos inesperados, el ser humano ha buscado y busca siempre la seguridad. Esa sensación de un abrazo conocido, de una palabra cálida, de un mensaje de esperanza, de un testimonio de superación. En definitiva, esa sensación que nos habla de lo conocido, de lo familiar, de hogar.
A veces estas situaciones inesperadas vienen «de fuera». Nos vienen dadas. Sin embargo, otras veces –muchas– vienen «de dentro». Y es que en nuestro interior también libramos batallas que nos preocupan, nos atormentan, nos distraen del camino de la vida, de la Vida verdadera y nos duelen… Batallas capitaneadas por ese maligno enemigo, que cada cual sabe quién es o qué nombre tiene: avaricia, prepotencia, envidia, codicia, desconfianza, infidelidad… Los seres humanos, por el hecho de ser humanos, caminamos constantemente con ellos. El maligno enemigo está ahí. Nos conocemos muy bien, aunque a veces, cuando viene en silencio, con sutileza o bajo capa de bien nos demos cuenta tarde de su presencia. Sea como fuere, nadie nos libramos de danzar con él, a veces en un baile de máscaras, a veces al descubierto; de caminar con él, a veces conversando a veces en silencio… Sin embargo, aun sabiendo que danzamos, caminamos, lo acojamos conscientemente o se nos cuele en la torpeza, no hay que temer. Sabemos de quién nos hemos fiado. Y en esa confianza, plantamos cara y estamos dispuestos para el combate. Porque ahí, en lo más profundo de la batalla, es cuando nos damos cuenta de que no estamos solos. Alguien nos acompaña, nos guía, nos defiende… Y con esa defensa salimos victoriosos para volver al camino de la vida, la belleza, la verdad, el bien…
Tú Señor eres mi Roca, mi Refugio, mi Salvación. Del maligno enemigo, defiéndeme.