Visito a menudo la iglesia de San Ignacio de Roma, en mis idas y venidas a la universidad, o a veces para mostrársela a personas que visitan la Ciudad Eterna. Al entrar en el templo, la mayoría de la gente queda admirada por los frescos que el hermano Andrea Pozzo sj pintó en su bóveda. Muchos de ellos, después, se acercan a un espejo que se encuentra en el centro de la nave para poder así admirar las pinturas. Al mirar en el espejo, las personas ven la bóveda, pero también se ven a sí mismas reflejadas. Así, me resulta simpático advertir como muchos de ellos dejan de mirar a los frescos para dirigir su atención hacia sí mismos; unos se peinan, otros hacen una mueca simpática, otros sacan el móvil para hacerse una foto, etc. En ocasiones, al hacer una visita guiada a un grupo, me he dado cuenta de que la mayoría no estaban siguiendo las indicaciones de mi dedo, ni atendiendo a mis explicaciones, puesto que estaban distraídos con su propio reflejo o con el de sus amigos.

Creo que esta pequeña anécdota tiene relación con la invitación que la Iglesia nos hace con las lecturas de los primeros días del Adviento. En ellas se nos exhorta a estar vigilantes, a no vivir distraídos, a mantener las lámparas encendidas, a edificar nuestra casa sobre roca, a levantarnos con decisión hacia nuestra liberación, a preparar los caminos del Señor, allanando sus senderos. Sin embargo, tantas veces nosotros preferimos mirar hacia nosotros mismos, vivir distraídos en un constante selfie que nos impide atender a lo realmente importante en la vida como creyentes y seguidores de Jesucristo.

Volviendo al ejemplo de la iglesia de San Ignacio, lo cierto es que cuando explico el significado de su bóveda, después de mirar en el espejo, suelo invitar a las personas a dejar de mirar hacia abajo, y a alzar la cabeza hacia la imagen de la Trinidad que está en su centro. Esto es algo que requiere un pequeño esfuerzo, que puede llegar a causar molestias en el cuello e incluso un cierto mareo, pero, a la vez produce algo impresionante. Puesto que, al alzar nuestra mirada hacia las tres personas divinas, nos damos cuenta que, en realidad estamos haciendo lo mismo que hacen los ángeles, san Ignacio y todos los santos que se elevan sobre nosotros. En ese momento nuestros ojos se encuentran fijos en Jesucristo, que nos lleva hacia la Trinidad y, de alguna manera nos descubre que el sentido de nuestra vida no está en mirarnos a nosotros mismos, sino en mirarle a él en compañía de tantos y tantos como a lo largo de la historia lo han hecho.

Quizá entonces este tiempo de Adviento pueda ser una oportunidad para dejar de mirarnos a nosotros mismos en ese selfie distraído en el que vivimos tantas veces. Y así, haciendo el esfuerzo de levantarnos y alzar la cabeza podremos descubrir a ese Dios que se acerca y que trae nuestra liberación.

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