Me llamo Inés y soy médico. Hace unas semanas me llegó una propuesta de escribir una carta con consejos a mi yo de hace diez años.
Ha sido un ejercicio bonito, primero porque te das cuenta del camino recorrido, y segundo porque si algo queda al final, es agradecimiento, por tanto bien recibido en estos casi treinta años.
Lo primero que quiero decirle a esa yo más joven es: Inés, no tengas miedo al futuro. No pierdas demasiado tiempo pensando en lo que está por llegar. Seguramente estés ignorando pedazos de sueños que ya están pasando. Sabes que es tentador marcarse el horizonte como primer objetivo, pero cuidado si al hacerlo te conviertes en hipermétrope del presente y los presentes.
También te digo que confiés en tus capacidades y aprendas a celebrarlas. Ya intuyes que el esfuerzo será tu gold standard para conseguir las metas pero, desde la constancia y la humildad, los brotes irán floreciendo. Confía. Confía siempre, incluso cuando las cosas se tuerzan.Te recuerdo que no estás sola, ni en tus éxitos ni en tus fracasos.
Admira a tus padres. Cuídales, quiéreles como ya haces, hasta el extremo. Aprende, con ellos, a ir desvelando los secretos de la vida adulta en la que te verás sumergida antes de lo que imaginas. Contágiate de su capacidad de superación, de su actitud en lo cotidiano: una sonrisa de esperanza ante la dificultad, una apuesta innegociable por la familia.
Saborea los lazos de la amistad nueva. Ellos serán tus compañeros de camino y de vida. Muchos son los nombres que desfilan en la cabeza, y algunos ya te resuenan con mucha fuerza ¿verdad? No te equivocas. Son amigos en el Señor que harán sus veces de faro, de cimiento, de bastón, de medicina, de chispa… Con los que compartirás la risa desnuda, el sabor de lo auténtico, los sueños más íntimos, los retos del mañana.
Exprime los momentos de Dios. La etapa en la que te encuentras estará salpicada de muchos de ellos. Déjate empapar. Serán tatuajes que irán envejeciendo contigo. Cada uno de ellos intentará suavizarte las aristas, moldearte en sus brazos para acercarte un poco más a lo que Dios quiere de ti.
También te animo a que aprendas a ser transigente. Cada cruce de vías, cada parada, cada cambio de dirección tiene un porqué. No quieras ir demasiado rápido ni intentes controlarlo todo. No todo depende de ti.
Huye de la perfección. No quiero decir con esto que dejes de alimentar la inquietud que te despierta por las mañanas, ni que reniegues de la búsqueda de una cierta excelencia, sino más bien que no caigas en la trampa de la perfección que se puede convertir en cárcel para ti misma, que engranda el «Yo» y olvida al «Otro», que suena a palabra vacía. Elige ante esto la complejidad, la debilidad y la belleza de lo imperfecto.
Y lo último que te digo, de vez en cuando, busca espacios para respirar, callar y contemplar. Parece simple ¿no? Recuerda que, frente al ruido del día a día, rezar es también el silencio, es mostrarse sólo ante Él.