En su última carta apostólica, Desiderio desideravi, Francisco expresa su preocupación ante el analfabetismo del hombre moderno ya que no sabe leer los símbolos del lenguaje humano y, menos aún, del litúrgico [n. 44].

Esta aguda crítica, ciertamente no nueva, toca el corazón de la persona humana. Puesto que esta y todo su convivir social se construye mediante relaciones sostenidas por el lenguaje simbólico. Nos rodean los emblemas patrios, las señales de tránsito, la moda en el vestir y, quizás los más profundos, son aquellos que expresan el amor hacia la persona amada: un abrazo, una caricia, un beso.

El símbolo está muy lejos de ser algo irreal. Todo lo contrario, es la herramienta humana cultural creada para expresar aquellas realidades que nos superan, para las cuales muchas veces no tenemos las palabras adecuadas. Una mirada, un regalo, unas flores permiten hacer presente realidades tales como el amor, la amistad, la gratitud. Todas ellas trascienden la persona y requieren la expresión simbólica para existir.

Si bien estamos rodeados de símbolos, como los que usamos cotidianamente en nuestras redes sociales, lo cierto es que no los entendemos del todo ya que les hemos privado o nos hemos cegado de aquella otra realidad que están haciendo presente. El analfabetismo simbólico es grave, afecta la celebración litúrgica porque la reduce a un ritualismo sin trascendencia, afecta la vida en el hogar porque impide comprender el corazón del otro y lo que quiere decir, afecta la convivencia social porque tristemente ‘inmuniza’ de los problemas sociales manifestados en tantos símbolos populares que ‘incomodando’ hacen presente la falta de justicia y de paz.

La vorágine de la vida y el ruido en torno ella, aturden el corazón. Urge estar atentos, recuperar el lenguaje simbólico y lo esencial de éste para el convivir humano. Somos y creamos símbolos como Cristo fue el gran símbolo del Padre.

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