Durante mucho, mucho tiempo, sumidos en refranes tan castellanos como cobardes, hemos esgrimido ese «los consejos no se dan, se piden», en un intento, tal vez, de huir de la gente moralista que tiene suficientes palabras vacías para aquellos momentos en los que el silencio debería reinar. O también para proclamarnos algo Pilatos ante la indecisión ajena. Que bastante tenemos cada uno con lo nuestro. Que bastante difícil nos resulta ya decidir a nosotros. Que qué se yo.

Sin embargo, a lo largo del mismo tiempo, me he dado cuenta que, cuando alguien te pide consejo, es porque no sabe bien qué hacer. Y la indecisión es la manera más cruel que tiene la vida de decirnos que estamos solos. Entonces, en medio de ese ferviente individualismo en que cada día nos regodeamos, necesitamos tanto del otro… Y a la vez ese sentirte tan necesitado te obliga a romper el aislamiento y ser más uno mismo con ayuda de los demás.

Si nos piden consejo ayudaremos, pero no diciendo lo que nosotros, en nuestra situación, haríamos. Sino, lo que nosotros, en la piel del otro haríamos. Porque todos y cada uno somos distintos pero todos somos personas. Y en la ayuda hay humanidad. En el consejo hay amor, ternura. Hay mucho de lo que todos necesitamos.

El consejo es la cordura que solicitas a otro cuando la indecisión obsesiva ahoga. Es el resplandor en medio de la tiniebla y la visión las noches cerradas. Es la preocupación del otro por aquello que no abrasa directamente su piel cuando tú tienes quemaduras de tercer grado. El consejo es eso que nos hace salir de nosotros mismos para con los demás.Nos hace más humanos, más dignos, más sensibles. Más de Dios. 

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PastoralSJ
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