Cuántas veces hemos escuchado esta frase después de que una persona, bajo capa de sinceridad, nos diera su opinión sobre algo que nos afecta directamente.
Y digo bajo capa de sinceridad porque parece que, a veces, nos aprovechamos de ésta para arrojar sobre otra persona nuestra opinión, dejando sacar al inconsciente e incontinente que llevamos dentro. Esta incontinencia bajo capa de transparencia, honestidad, o sinceridad lo que deja claro es que no siempre ponemos en el centro a la persona que tenemos enfrente.
Cuando queremos a alguien no le soltamos aquello que no pueda digerir. Como con la alimentación, vamos amoldando el menú según la capacidad de digerir y masticar con las necesidades que tenga la persona. Cuando somos tan poco empáticos, nuestra escucha activa queda anulada, dejando así a la persona que queremos ayudar atrapada por nuestro propio juicio.
Y cuántas veces lo que sentimos puede nublar nuestro juicio frente a una realidad concreta. Ya no sólo es el hecho de no escuchar al otro, es el que nosotros podamos proyectar en el otro nuestros miedos, prejuicios… vamos, nuestra película. Y esto no ayuda porque podemos manipular la realidad que está viviendo esta persona, a la que queremos ayudar. Y eso es tierra sagrada.
Ante lo cual, mucho sentido común. Menos hablar y más escuchar. Más ser y estar que dar soluciones. Sólo acompañar. Porque no nos pertenece lo que está viviendo esa persona. Porque cuando echamos la vista atrás y recordamos momentos de crisis, lo que realmente valoramos no son las palabras sino la presencia del Amigo fiel que nos ha sostenido para empezar a descubrir lo que había dentro de mí.