Cuando era adolescente y dejé de llevar uniforme, hubo una vez que planteé en casa la posibilidad de ir en pantalón corto al colegio. Me dijeron que no y, cuando pedí la razón, me contestaron que al colegio no se iba en pantalón corto. Como seguía insistiendo y pidiendo razones, me dijeron que el colegio era un lugar de estudio y además mi «trabajo» y por ello tenía que ir vestido acorde con ello.
La verdad es que agradezco enormemente que me dieran aquella respuesta. Puesto que creo que aprendí que en la vida no todo se basa en que uno esté cómodo o no lo esté, o en que le den una razón o argumento convincente. Hay cosas que no son buenas ni tampoco malas (puesto que si fueran malas habría que revisarlas y cambiarlas), sino que simplemente son así, y nos toca aceptarlas.
No ha pasado tanto tiempo, pero creo que hoy día las cosas han cambiado bastante. En los colegios, los pantalones cortos, las camisetas sin mangas y otras prendas que antes eran impensables, campan a sus anchas, sin que se parezca que se pueda plantear a niños y padres otra alternativa que no sea la adopción de un uniforme escolar. Pero, ¿qué vamos a decir si en la política y en otros actos oficiales marcados por el protocolo (y pagados) también abundan este tipo de prendas?
Seguramente alguno pensará que soy un clásico, un formalista, o incluso un superficial o clasista. Pero creo que el ejemplo aparentemente tonto de la ropa, ejemplifica o encarna otro de nuestra sociedad: el de que se puede hacer lo que se quiera siempre que no haga mal a nadie o no nos den una razón que nos convenza para no hacerlo. Algo que ocurre en muchos ámbitos de la vida y que genera malestar, situaciones incómodas y hace difícil la convivencia.
Creo que todos hemos experimentado que igual que no hay nada malo en llevar pantalones cortos, tampoco hay nada malo en llevarlos largos. Y hemos visto cómo ciertas convenciones que en su día nos parecían irracionales, en realidad tenían su sentido. Pero bueno, quizá es que soy cada vez más de otra época que no es la nuestra.