La monja castellana que acabaría convirtiéndose en mística, santa y doctora de la Iglesia, ya en el siglo XVI, tuvo problemas a la hora de hablar de la humanidad de Jesucristo. Los letrados de la época defendían que el orante, cuando llegaba a una cierta altura en la vida espiritual, debía optar por espiritualizarse del todo. Esto implicaba entrar en la órbita de lo divino y rechazar todo lo corpóreo, incluida la figura de Cristo. Santa Teresa de Jesús se vio inmersa en un gran problema porque, por un lado, ella quería ser fiel a la doctrina pero, por otro, su gran anhelo de verdad y su propia experiencia le impedían comulgar con ella. Está convencida, con ese convencimiento profundo que brota de dentro, de que para avanzar en el camino espiritual lo más importante es “que le miréis”. (CP 23,3)

Creer en Jesucristo siempre ha comportado complicaciones (a Santa Teresa y a muchos cristianos de a pie a lo largo de la historia.) Es incómodo creer en Jesucristo. Teológicamente es complejo de explicar. Pero es que humanamente nos rompe todos los esquemas. ¿Cómo un Dios que se encarna, que nace en un pesebre y muere en una cruz? ¿Cómo lo divino tan abajo, tan pequeño, tan hecho a nuestra medida? Incluso los discípulos de Jesús, quienes compartían vida con él, no acababan de entender que aquél carpintero que vestía túnica y sandalias fuera el Hijo de Dios. “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?” (Jn14, 9)

Poner los ojos en Cristo es poner la mirada en Dios. Así de sencillo y así de complejo. Así de fascinante y así de abrumador.

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