En un primer impulso iba a hablar de la guerra entre la ciencia y la fe, pero no tengo el espíritu para peleas. No se trata de vencedores ni vencidos y no estoy dispuesta a renunciar ni a lo que sé, ni a lo que creo.
La ciencia y la tecnología conforman aspectos extensísimos de la realidad y sus dominios tienden a aumentar, lo cual personalmente me parece apasionante. Pero el universo es aún más extenso, la ciencia ni ha llegado, ni podrá llegar a abarcarlo todo. Y en ese hueco infinito me permito la licencia de creer lo que quiera o lo que pueda.
En mi opinión ciencia y fe pueden coexistir sin enfrentarse porque viven en mundos diferentes. Los problemas surgen cuando la fe se empeña en contradecir a la ciencia y cuando la ciencia pretende convertirse en una religión. Dos posturas igualmente ridículas. Personalmente la mayor dificultad la encuentro cuando la ortodoxia me pide que crea lo que para mí es increíble.
Dejando de lado la discordia, mi fe, con más o menos acierto, y aunque no tiene respuesta para todo, me proporciona una perspectiva y unas pautas que no me puede ofrecer la ciencia. En la fe tienen cabida aspectos como el misterio de la dignidad humana, la posibilidad del perdón, cómo se puede tener esperanza, dar un sentido más amplio al amor o la justicia, qué puedo hacer con mi libertad, por qué merece la pena vivir. Me propone un modelo de utopía que los cristianos llamamos el Reino de Dios, ‘que va a ser y que ya está siendo’, al que estoy llamada a colaborar. Y aunque no lo pueda demostrar científicamente, creo verdaderamente que merece la pena trabajar en la construcción de ese reino, aquí, ahora y hasta el final de los tiempos.
Así que espero que la ciencia siga avanzando con la inteligencia de los hombres y confío en que la Iglesia avance además con la ayuda de Dios.