Entre otras muchas cosas de la vida eclesial, la pandemia ha terminado en la inmensa mayoría de nuestras parroquias con algo tan cotidiano como el pasar el cestillo durante la presentación de las ofrendas. Nuestros bolsillos tienen ahora más calderilla, y los antiguos monaguillos sosteniendo una caja «para limosnas» de la puerta de las iglesias han ido cediendo su espacio a modernos sistemas de donación con tarjeta de crédito o mediante Bizum. Estos mecanismos, junto a los geles hidroalcohólicos en sus variadas formas y olores, se han establecido ya como parte del mobiliario necesario en las puertas de nuestros templos.
No es una simple anécdota que no se pase ya el cestillo. Las consecuencias para muchas parroquias en realidad son demoledoras. Yo era de los que pensaban que las pocas monedas que suelta en la cesta no marcan mucha diferencia en el presupuesto de una parroquia. O eso pensaba hasta que me tocó contar colectas… y además de descubrir la generosidad de muchos, descubrí la diferencia que puede marcar una colecta dominical en una parroquia de barrio, o en una iglesia de pleno centro.
La realidad nos habla de auténticos apuros económicos en esa Iglesia que creemos millonaria y derrochadora. Alguna diócesis ya se ha visto en apuros serios, y otros, como el presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Olmella, no dudan en pedir el esfuerzo de todos para que las cuentas cuadren para las parroquias más humildes y las que aunque no lo parezcan tanto, también van notando la ausencia de cepillos y limosnas.
Puede que nos parezca mentira porque cuando hablamos de esa Iglesia que parece chapada en oro estos problemas tienen fácil solución: que vendan lo que tienen. Pero esto solo nos vale en la barra del bar, cuando la Iglesia se divide en curas y los demás y la historia no va conmigo. Entonces es fácil mirar irónicamente la llamada del cardenal Omella y pensar que la Iglesia ya tiene demasiado, siendo la Iglesia algo ajeno, de curas y monjas, que poco tiene que ver conmigo y mi realidad.
Esto nos habla sobre todo de la falta de compromiso de muchos de nosotros. No se trata solo de hacer voluntariado, aportar a Cáritas o dar difusión a campañas. También en lo económico nuestro compromiso debe hacerse visible, y esto es lo que late en las palabras del cardenal: una llamada al compromiso. A no darnos por satisfechos, a reconocer necesidades y ponernos manos a la obra. También aportando nuestro dinero, no solo nuestro tiempo o nuestro interés. Se trata de asumir nuestra pertenencia a la Iglesia de un modo más completo, radical, reconociendo que también es tarea de todos asegurar la sostenibilidad de nuestra parroquia, nuestra iglesia con minúscula, porque de ahí se seguirá un bien para muchos, que muchas veces es callado, sencillo y desconocemos, pero es real y aporta la diferencia en la vida de mucha gente.
Como aquel óbolo de aquella viuda que tanto llamó la atención de un atento observador entre grandes ofrendas… No se trata de cantidad, se trata de compromiso, de entrega.