Hay una palabra que ha surgido en las comunidades migrantes africanas en su tránsito hacia Europa: Boza. Es una palabra que no parece salir de ninguna lengua concreta pero que toda persona migrante conoce porque expresa la alegría de tocar tierra europea. Boza se dice gritando, bailando, con música porque significa victoria, lo logramos, alegría, sueños cumplidos… Pensemos en personas que dejan sus países forzados por la violencia, la discriminación, la pobreza o el deseo de oportunidades que le son negadas. Caigamos en la cuenta de las penurias que sufren en el viaje: robos, amenazas, discriminación, torturas, condiciones de vida indignas y, en el caso de muchas mujeres, violencia sexual. Todo este sufrimiento cuenta con la complicidad de gobiernos europeos que niegan vías de migración seguras y mafias despiadadas que trafican con seres humanos. A veces este viaje dura meses, e incluso años. Y son muchas las víctimas que pierden la vida en los desiertos, los bosques o el mar. Solo si hacemos el ejercicio de ponernos en su piel podremos intuir de alguna manera la inmensa alegría que experimentan cuando pisan suelo europeo. Es verdad que todavía deben pasar muchos obstáculos pero lo peor ha pasado y quedan atrás pesadillas que se hicieron realidad. Pues esa alegría de un sueño cumplido, de peligros sorteados, aunque no se pueda expresar, se nombra diciendo Boza gritando Boza en una suerte de canto sagrado comunitario. Es el grito de quien ha saltado una valla que parecía infranqueable o de quien se sabe salvado por un barco de Salvamento Marítimo -esos ángeles del mar- cuando parecía que la lancha neumática se iba a hundir sin remedio y una ola ahogaría tanto deseo de vivir.
Compartir vida con personas que han hecho el duro camino hasta gritar Boza me ha enseñado mucho de la experiencia cristiana de salvación, de mi propia experiencia de ser salvado. Pero hoy nos cuesta mucho hablar de salvación; incluso a los que nos definimos como creyentes nos es difícil integrar eso de que el Señor Jesús con su vida entregada nos salva. Y creo que nos cuesta porque, en el fondo, no creemos que necesitemos ser salvados. Nos han repetido tantas veces que tenemos poder, que nos construimos a nosotros mismos, que somos autosuficientes… que nos lo hemos creído.
Pero en algún momento tocamos el límite: la enfermedad, la muerte, nuestro pecado, el fracaso, la traición, el abandono y tantas otras circunstancias nos ponen delante la realidad: somos frágiles, dependientes, necesitados, límitados. Esto es algo profundamente contracultural; y es una experiencia dura, terrible, que nos puede llevar a hundirnos. La buena noticia es que esa experiencia de límite, vivida en clave cristiana, nos puede abrir a una experiencia de sabernos sostenidos y salvados por un Dios que ha saltado todas las vallas del dolor y la muerte para rescatarnos cuando nos hundimos y que cuando nos encontramos con Él podemos gritar y cantar con Él: boza, boza, boza.