Sucede en ocasiones que los desvelos desmedidos por sentirnos bien –esos que alimentamos con bucles interminables de autobservación– terminan por atraparnos en una cárcel interior que nos aparta de lo realmente crucial: nuestra capacidad de hacer el bien. Y es que intentamos buscar con ansia el bienestar; pero al mismo tiempo acabamos por aborrecerlo porque, sin saciarnos, resulta que nos empacha. De alguna manera andamos ya empalagados con este discurso –omnipresente y cansino– absorto en el estar bien.
Pero frente a él sigue habiendo un mandato que es verdaderamente profético. Un discurso mucho más atractivo, más inspirador, más dinamizante… más transgresor. Es la llamada impostergable a hacer el bien. Será tarea de cada uno concretar qué significa en su propia vida este bienhacer, en función de las decisiones vitales tomadas y de los compromisos vocacionales adquiridos. Y será también reto personal de cada creyente ir aquilatando las motivaciones para que el bien que se hace sea gradualmente por mayor amor a Dios.
Pero lo cierto es que podemos obrar el bien sin permanecer presos del sentirnos bien. Porque el mandamiento de Jesús no es sentir; el mandamiento de Jesús es amar. El mandamiento es seguir adelante centrados no tanto en nuestro bienestar, sino en la misión por el Reino a la que nos convoca Cristo el Señor. Porque para los creyentes hacer el bien no es demostrar lo competentes que somos; es responder a un envío en el seguimiento del Hijo de Dios: “esto es lo que os mando, que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12).
Dicho de otro modo, podremos estar bien (o no) pero cada ser humano sigue siendo capaz de poner su centro en un lugar distinto: en la llamada a sentir, conocer y cumplir la voluntad del Padre. Cada ser humano puede responder –con obras y palabras– a la misión que se le encomienda. Eso será lo que movilice verdaderamente todo nuestro ser y lo que sostenga las dudas y los sufrimientos naturales del vivir. Porque no sólo –ni siempre– hacemos el bien cuando estamos bien.
Ojalá nos preguntemos más a menudo, también unos a otros, si hacemos el bien… aunque en ocasiones duela. Ojalá nos inquiete más no hacer el bien querido por Dios que no estar siempre bien. ¡Ojalá nos preocupe el bienhacer al menos tanto como nos preocupa el bienestar!