Estos días de mayo muchos nos hemos sorprendido por el espectáculo de las autoras polares que han invadido los cielos nocturnos de buena parte de los hemisferios del planeta. Un evento inusual en latitudes poco acostumbradas a presenciar este fenómeno electromagnético producido por una tormenta solar. Solo aquellos que viven o se han ido fuera de las zonas urbanas lo han contemplado en todo su esplendor.
Los cristianos podemos admirarnos de la belleza que nos regala este planeta, aunque se oculte para muchos, por desgracia, detrás de tantas luces que inundan nuestras ciudades. Pero podemos considerar una cuestión más. Es sorprendente la enorme potencia cósmica de nuestra estrella, cualquiera de estas perturbaciones solares acabaría con la vida sobre la Tierra instantáneamente, y más sorprendente aún es la protección continua que recibimos del campo geomagnético y de la atmósfera terrestre, que simplemente reducen todo a un maravilloso espectáculo nocturno. Un fenómeno más que nos invita a pensar en el Dios creador y presente en este mundo extraordinario, que permite todos los días la vida a pesar de las hostilidades del universo… y también de las provocadas por nosotros mismos. Así podemos afirmar con san Pablo que «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20), que sigue protegiendo de nuestro sol a “malos y buenos” (Mt 5, 45).
A veces el ritmo frenético y eficientista, así como los problemas cotidianos, se asemejan a las luces de nuestras ciudades, que no permiten contemplar la belleza del cielo y nos hacen olvidar la importancia de agradecer “por tanto bien recibido”, esta vez, como humanidad. Que no demos todo esto por descontado.