La poesía es un baile con las palabras. También la narrativa lo es, pero en el caso de la poesía hay algo más libre, inesperado y expresivo.

No sé si me considero poeta. Sé que juego y bailo con las palabras. Tanto el baile como el juego son algo muy serio, no lo leáis como algo frívolo o ligero. No entiendo de métrica, de rima o de aspectos formales. Mi poesía es una forma de mirar al mundo, y a Dios en él. Hay poetas que describen sentimientos. Otros eligen el prisma de la belleza para leer el mundo. Para mí la poesía es, casi siempre, plegaria. Es una historia de fe convertida en imagen. Es el relato de danzas y batallas, de momentos buenos y del paso por infiernos. De cansancios y alivios. Llamo a Dios cuando escribo desde la noche oscura. Le canto cuando late el sol dentro. A veces escribo después de orar. En otras ocasiones, lo hago sacudido por la tormenta y la borrasca. Hablo de una relación. Con Dios y con los otros. O le hablo a Él. Esas plegarias son testimonio, grito, desahogo y desafío. Son palabras que intentan ser eco de la Palabra.

Creo que cualquier escritor, al compartir lo escrito, sabe que sus palabras vuelan y cobran vida más allá de sí, pues el lector se las apropia y las llena de su propia vida. Pues con la poesía esto ocurre más. Porque las palabras tienen un punto más indómito, y casi me atrevo a decir que más salvaje. Y tienen la capacidad de pulsar resortes internos con inmediatez. Cuando lees poesía y sintonizas con ella, algunas imágenes te enardecen o te golpean, se convierten en un espejo en el que te miras, son caricia espontánea para heridas abiertas, o promesa a la que te aferras.

Cuando la Palabra plantó su tienda entre nosotros, sabía que algún día la contarían los poetas.

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