Estamos hechos para ayudar. Tenemos algo así –todos– como un impulso interior que nos lanza a hacer a otros el bien. Es verdad que a veces nos resistimos y negamos aquello que seríamos capaces de ofrecer. Pero entonces desde lo hondo se nos dice –con cierta añoranza– que la vida no va por ahí.
En esto de la ayuda hay algo que a todos nos iguala: nos fascina la ilusión de permanecer en la gratitud de los demás. Nos seduce la idea de que, aunque no nos lo digan (por eso de la humildad), al menos piensen con agradecimiento en nosotros. Porque llevamos dentro una herida que grita porque nuestra ayuda sea reconocida, recordada. Porque nuestra ayuda se note y se sepa.
A mí al menos me pasa. Y en esos momentos intento volver a la misa con más atención. A un gesto inadvertido pero que perfila en trazo fino cómo nos perfecciona la gracia de Dios: en cada eucaristía, al preparar los dones, el sacerdote echa en el cáliz vino y, además, un poco de agua.
Pues bien, en cuanto se vierte, el agua queda tan unida al vino que ya no se puede distinguir. Al lado del vino, el agua nunca será recordada, ni siquiera reconocida. El agua nunca será protagonista de la eucaristía, sino participante. A nuestros ojos, desaparece. Y así está bien.
Nuestra ayuda también puede ser así. Podemos ayudar sin que se sepa y sin que se note. Sin suspirar por ser reconocidos ni recordados. Sin desasosegarnos por permanecer en la gratitud de los demás. Podemos ayudar sin necesitar ser protagonistas, sino simples participantes de un proyecto –el del Reino– que no es nuestro, sino de Dios. Podemos amar así. Podemos ayudar mucho, cada vez más, cada vez mejor… y luego desaparecer.