El mundo de la arqueología es apasionante. A veces se encuentran piezas antiguas, enteras, de un gran valor, y parece mentira que hayan permanecido enterradas así durante siglos. Otras veces, los hallazgos se encuentran rotos y fragmentados, y pasa mucho tiempo hasta que se puede recomponer una estatua completa puesto que sus diferentes partes se encuentran a bastante distancia unas de otras. Y, también hay ocasiones en que los hallazgos arqueológicos no están completos, y hay que tratar de reconstruir o imaginar qué es aquello que pudieron ser o representar en su día. Pienso en aquellos fragmentos de mosaico en los que únicamente se intuyen formas de figuras humanas, que los arqueólogos identifican o bien con el «posible» o bien poniéndolas entre signos de interrogación: «posible Diana cazando», «¿san Juan Evangelista?». Otras veces, se trata de pinturas o esculturas muy destruidas y castigadas, hasta el punto de que varios expertos pueden tener opiniones diversas y bien fundadas sobre lo que éstas pudieron representar en su día.
Creo que, con el paso de Dios por nuestra vida, y, por consiguiente, con la búsqueda de su voluntad, nos pasa algo parecido. Puede darse que a veces encontremos la presencia de Dios sin buscarla, puesto que él es soberano y puede manifestarse donde quiera. Pero, el hecho de que encontremos la estatua entera por casualidad en un campo, debe ponernos en movimiento y hacer que comencemos a trabajar, rastreando y buscando a su alrededor. Puesto que, seguro que junto a ella hay también otros muchos fragmentos y piezas que pueden ayudarnos a contextualizar la obra, es decir, a entender por qué y para qué se nos ha manifestado Dios de esa manera.
También puede ocurrir que vayamos encontrando diversas piezas a lo largo de nuestra historia, que, poco a poco, con la paciencia de la fe y el trabajo de la oración y el discernimiento, vayan encajando hasta formar una obra de arte completa. Pero hay que tener en cuenta que, aunque quisiéramos reconstruirlo todo de manera inmediata, lo cierto es que, la mayoría de las veces, esta empresa ocupa años, cuando no toda una vida.
Y, por supuesto, en la vida de fe y de oración es normal encontrarse con fragmentos de mosaicos y piezas que uno no acaba ni de poder identificar ni completar. Sin embargo, al verlos se sabe que se trata de obras valiosas, puesto que son retazos del paso de Dios por nuestra vida. Con ellos se debe orar y discernir siguiendo los consejos del acompañante espiritual, para poder actuar poniéndoles el «posible» o los signos de interrogación a los que me refería anteriormente. Puesto que, ocurre que la mayoría de estos fragmentos a veces no son identificables en esta vida, pero eso no quiere decir que haya que quedarse parados ante ellos, o almacenarlos en un cajón de sastre. Más bien conviene arriesgarse a tratar de identificarlos para así poder llevar a cabo esas intuiciones que Dios está despertando en nosotros a través de ellos, pese a que puedan parecer humanamente torpes o disparatadas.