Rutinas. Eso es lo primero que se aprende, a planificar todo, ¡hasta los descansos! Rutinas de estudio, de deporte, de tiempo libre, de todo. Demasiadas veces las rutinas se vuelven un corsé por el que metes a presión todo lo demás: relaciones, horarios, llamadas, vacaciones…todo orientado al estudio. Yo me encontré al poco pensando: ¿Y Dios? ¿Dónde queda? ¡Menos mal que tenemos un Dios que se cuela en nuestras rigideces y hace brillar los días grises! Creo que eso es lo más importante que he aprendido en el año que llevo opositando: a amar la rutina, pues ahí está Dios.
Lo que me llevo de este año es la visión de un Jesús joven, puliendo maderos en el taller de José durante largas jornadas, para darle después un abrazo a María en casa. Al final, es una vida normal, en la que parece que no pasa nada, pero en la que, en verdad, se está gestando algo muy grande. Creo que todas las vidas son así. En todas ellas, hasta en las más monótonas (de hecho, especialmente en esas), puede crecer algo muy grande, si se deja. ¿Cómo? Ahí está el reto. Adivina la respuesta: rutina… pero de otra clase, de oración. Preguntarse: ¿a qué me estoy dando? Recordemos las palabras de Francisco en la JMJ de Panamá: «jóvenes, ustedes fueron creados para algo más».
Ahí fue cuando aprendí lo mejor de todo: la oposición (y puede el lector cambiar aquí oposición por trabajo, pareja, proyecto, carrera, máster, lo que esté viviendo ahora) forma parte de algo más grande, de un sueño por el que vale la pena desgastarse y diseñado por alguien que tiene planes mejores que los míos. Lo que pasa es que todo cuesta y en una sociedad donde vende lo inmediato no nos gusta escuchar que algo requiere tiempo y esfuerzo. Sin embargo, Dios está en lo cotidiano, en lo escondido, en el esfuerzo aparentemente infructuoso, en ese fiarse de una intuición. Ahí es por donde se cuela Dios y su Buena Noticia: que Él hace todas las cosas nuevas.
Ahí es cuando la rutina se llena de dinamismo y cuando empezamos a intuir que los días que pasan sin pena ni gloria no caen en saco roto. En definitiva, cuando encontramos sentido a lo que hacemos. Entonces es cuando nos empieza a embargar una alegría distinta que lo impregna todo, ésa que tiene que ver con tener un horizonte al que dirigirse y recordar por qué se hacen las cosas. Vivir la vida con una pasión que tiene mucho que ver con alegrías y momentos de plenitud, pero también con algún que otro fracaso o decepción. Llegar a eso es, a veces, más difícil que sacarse una oposición, pero infinitamente más valioso.