Hace poco compartí mi primer aprendizaje después de la ordenación diaconal. Tenía que ver con la presente sonrisa, con el gusto actual del ministerio, que no siempre es alegría o placer pero sí es –está siendo– gozo y paz en el partirse, no como funcionario sino como cercanía de Dios. Hoy quiero compartir un segundo aprendizaje, esta vez sobre el pasado. Porque el diaconado me está enseñando mucho sobre el camino recorrido.
Miro hacia atrás y veo una caravana que me acompañó hasta acá. Una caravana que me dio forma y raíces, una caravana que me animó y me sostuvo. Una caravana que alentó mi marcha apurada. Una caravana que desde cerca me talló con cariño y con firmeza. Una caravana que desde lejos abría camino. Allí, en esa caravana, caminaron muchos, todos formando mi ministerio a su manera: mi familia, el colegio en el que fui educado, las comunidades parroquiales a las que fui enviado, amigos, la facultad y tantos referentes que fueron faros hasta acá. Pero esta etapa tuvo una comunidad muy cercana, de la cual me voy despidiendo, reconociendo tanto aprendido: la gran comunidad del Seminario.
En la caravana caminaron mis compañeros de curso, los sacerdotes formadores, los directores espirituales. No puedo decir en 500 palabras todo lo que ahí aprendí, pero no exagero cuando digo que el Seminario me dio vida, que en el Seminario Dios salva, haciendo de la propia historia una historia de salvación. Ahí aprendí que formar es dar vida, que la vocación –y el ministerio– no son una función ni una ocupación sino la propia vida recibida y compartida como don.
Ahí aprendí que se puede tardar mucho tiempo en sanar, pero llega; que no hay invierno ni noche que duren mil años. Ahí aprendí la esperanza. Ahí aprendí que a querer se aprende, y que la fe es escuela en ese amor incondicional, escuela por contagio de un Amor incondicional que no se cansa en su insistencia, pero hay que sentarse y abrirse a Él. Ahí aprendí que la libertad es condición para la vida, aunque implique distancias y caídas. Ahí aprendí que la gracia supone la naturaleza, pero no la agota; es decir, que para ser cristiano antes hay que empezar a ser humano, pero que Jesús es el mejor maestro en humanidad. Ahí aprendí que exigencia y perfeccionismo no son sinónimos de Dios ni de santidad (tal vez sí humildad y solidaridad). Ahí aprendí que la espiritualidad no es encierro sino vida en el Espíritu, aunque no hay vida en el Espíritu sin tiempos de solitaria intimidad. Ahí aprendí que el celibato es un vínculo exclusivo con Dios, inclusivo de los demás; que es desborde de plenitud y fecundidad, si bien a veces duele como verdadero parto. Ahí aprendí que la amistad es compañía fiel, aunque en el afecto estamos siempre intentando hacerlo mejor.
Es que creo que el mayor aprendizaje de mi camino andado es una transformación más que una ‘adquisición’: el propio corazón intentando recibir y asumir la forma del corazón de Jesús, el Buen Pastor. Y esto lo creo no sólo para el ministerio, lo creo para todos, invitados a formar nuestras historias, personalidades, vocaciones, crisis y dones, como experiencias de salvación.
En este tiempo de diaconado, aprendí a dar gracias, porque lo que hoy mi vida tiene de florida, la tiene de lo que tiene sepultada -y mucho de ello enraizó Dios en el Seminario.
Si para recobrar lo recobrado
Debí perder primero lo perdido,
Si para conseguir lo conseguido
Tuve que soportar lo soportado.
Si para estar ahora enamorado
Fue menester haber estado herido,
Tengo por bien sufrido lo sufrido,
Tengo por bien llorado lo llorado.
Porque después de todo he comprobado
Que no se goza bien de lo gozado
Sino después de haberlo padecido.
Porque después de todo he comprendido
Que lo que el árbol tiene de florido
Vive de lo que tiene sepultado.
Francisco Luis Bernárdez