Estos días me topaba con la biografía de Joseph Wresinski, un sacerdote francés que quiso ser el altavoz de las personas más pobres con las que trabajaba cada día y llevar hasta la ONU la denuncia de que la pobreza está íntimamente ligada a los derechos humanos. Y es precisamente por él y por esta causa, que cada 17 de octubre, desde 1992, se celebra el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza.
Hoy día, 800 millones de personas aún viven con menos de 1,25 dólares al día y la realidad actual muestra que 1300 millones de personas siguen viviendo en la pobreza multidimensional, siendo casi la mitad de ellas niños y jóvenes. Aunque el número aumenta, la pobreza (como ocurría en el tiempo del mismo Jesús) sigue siendo el resultado de decisiones o de la falta de medidas para respetar los derechos fundamentales de las personas, llevándolas así a la exclusión social, la discriminación estructural y el desempoderamiento.
Joseph Wresinski no fue ni la primera persona ni la única en escuchar a las personas más pobres y dejarse transformar por ellas. Como él, muchas otras son las que batallan cada día desde lo local, lo comunitario, lo sencillo y lo olvidado por hacer que estas personas no solo tengan acceso a lo básico sino también dignidad. En cada rincón de nuestras ciudades (espacios que también son sagrados y de frontera), podemos encontrar una llamada que necesita ser atendida y una historia que debe ser visibilizada.
Erradicar la pobreza es también devolver la voz, respetar, acoger, mirar, escuchar, tocar, no hacernos indiferentes a tanto sufrimiento y acercarnos a este con Jesús y como él, para transformarnos y transformar esa realidad. Podemos imaginarnos y soñar un mundo distinto. Como decía Joseph Wresinski: «El mundo cambiará algún día. Una nueva humanidad sin miseria amanecerá, puesto que nosotros lo queremos».