El pontificado del Papa Francisco está siendo una continua invitación a la alegría, como parte esencial de toda vida plena y como llamada de Dios para todo ser humano. Vivir con deportividad supone también competir contra la tristeza y el desánimo.

Lo más importante –la razón última por la que muchos hacemos deporte– es que nos encanta, que disfrutamos. Somos muchos los enamorados del deporte y los que podemos decir que es una de las causas profundas de nuestra alegría. Si no fuese así todos los esfuerzos, sacrificios y frustraciones que conlleva, carecerían de sentido. Aquel hombre de la parábola que nos cuenta Jesús que descubre un tesoro escondido en un campo y que «lleno de alegría vende todo lo que tiene para comprar ese campo» (Mt 13, 44), nos recuerda que los esfuerzos, sacrificios y dificultades que puedan acompañar la consecución de dicho tesoro no son suficientes para extinguir esa alegría. Es cierto que es un gozo que emerge junto a dificultades, desafíos y sufrimientos: una alegría «con cicatrices». Pero también es verdad que posee una especial profundidad, ya que nace de aquello que toca las fibras más íntimas del ser: la unión del equipo, el movimiento que hace «sentirse vivo», la lucha por alcanzar sueños comunes, el disfrute del esfuerzo extenuante… en definitiva, de afrontar el continuo desafío de sacar lo mejor de uno mismo.

Evidentemente el deporte no es imprescindible para la felicidad. En este sentido, todo deporte se encuentra en el ámbito de lo gratuito: puede no realizarse e, incluso, podría no existir. Pero es esta misma gratuidad la que le aporta un plus de realismo y ‘encarnación’ en la propia vida, convirtiéndose en alegría de vivir, de jugar, de divertirse, de abrirse al otro, de fomentar lazos leales de amistad… Y, por supuesto, la alegría de celebrar. De celebrar no sólo los triunfos sino también los fracasos. Porque en el deporte no siempre se gana y esto enseña a sacar lo mejor de cada derrota: un aprendizaje, una cura de humildad, un ejercicio de resiliencia, etc. Y eso ha de ser agradecido y celebrado. Así como el esfuerzo del rival que no sólo permitió que me divirtiese jugando, sino que me motivó a sacar y dar más de mí mismo.

Vivir con deportividad es vivir ‘celebrativamente’, sabiendo alegrarse con el bien del prójimo y haciendo de cualquier excusa una fiesta que, en el fondo, es una manera de plasmar el amor que se tiene por alguien. La alegría es un don y, ya sea en el deporte o en la vida, siempre está basada en el amor: «Permaneced en mi amor. Os he dicho esto para que participéis de mi alegría y vuestra alegría sea plena. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé» (Jn 15, 9.11-12).

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