«¡Alégrate hija de Sión, grita de gozo, Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén!» (Sofonías 3, 14).

A María la hemos llenado de títulos, de invocaciones piadosas con las que nombrarla (no hay más que volver a las letanías del rosario para verlo). Quizá las más famosas y “altas” son las de Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Pero hay una que no se escucha apenas y, sin embargo, podría tener también resonancias significativas para nosotros: María es la hija de Sion; es hija de un pueblo, de su pueblo.

¿Qué puede querer decir esto? Para nosotros, a los que el nombre de Sion nos queda tan lejos. Pues, que a María no la podemos entender como una vida aislada, individual. Si alumbra al Salvador es también porque recoge en su cuerpo una historia, unas heridas y unas esperanzas que no le pertenecen solo a ella. Es a ese terreno al que desciende el Espíritu Santo. Podríamos decir que María es, además de la escogida por Dios, la intérprete de lo que le sucede a su pueblo, de lo que le duele, necesita y anhela. Y se prepara para ofrecerle una respuesta. Esa respuesta no es un discurso, sino una persona: Jesús. En manos de su pueblo va a quedar el acogerle o no, y ya conocemos la historia: María tendrá que ver a su hijo clavado en la cruz.

Si ese “alégrate, hija de Sion”, que podemos imaginar pronunciado sobre María, se dirige también a nosotros, sabemos entonces que no será una alegría fácil. Será una alegría misteriosa, envuelta en contradicciones, ignorancia, fatiga. Será una alegría que emerja donde y cuando menos la esperamos, si permanecemos atentos. Y, por eso mismo, tan profunda e inverosímil que, como creyentes, no podremos más que atribuirla a Dios.
Desde lo más hondo de ti mismo, el Señor te está diciendo: “Alégrate”. ¿Lo escuchas?

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