Con la guerra en Ucrania o en Palestina ésta ha entrado en nuestra lista de temas a mano. Más o menos inadvertidamente, el arsenal de palabras bélico ha ido ganando espacio, y como todas las cosas que se usan mucho se ha vuelto cotidiano. El peligro de lo cotidiano es la banalidad: vas haciendo scroll mientras lees titulares (porque te quieres informar, claro), y te topas con el nuevo peinado de no sé quién, el último partido de Liga, la receta de un bizcocho y con que te vas a la guerra. Mezclado como si todo fuera poco menos que lo mismo.
Tratar así la guerra hace que pierda la dimensión de sacralidad que tienen las experiencias humanas que son dramáticas y que implican muerte. Algo es sagrado porque conecta con lo más íntimo de la humanidad y la pone frente a las preguntas fundamentales sobre sí misma (el amor, la muerte, la trascendencia o la identidad). Algo sagrado no es una curiosidad ni un entretenimiento, pero tampoco algo que ocultar por miedo (todos modos de anestesiar la sensibilidad). Banalizar con la posibilidad de una guerra, como si fuera una borrasca, es anestesiar la sensibilidad ante la muerte.
Propongámonos un paso atrás y no entrar al juego, así la guerra recupere la “sacralidad” que le corresponde. En los Ejercicios Espirituales, san Ignacio sugiere las experiencias de muerte como referencia desde la que dar gracias por tanta vida (EE. 71) y tomar decisiones fundamentales (EE. 186), precisamente por haber experimentado en ellas tanto el drama como la luz del Resucitado. Aprovechemos para descalzarnos con un poco de silencio y comenzar así a cambiar el paso a la dinámica de banalización de la guerra.