Vivir es sin duda alguna un milagro. Respirar, caminar, mirar, tocar, sentir, sentirse… si nos detenemos un momento a pensarlo es algo maravilloso y sorprendente. La vida es tan compleja en sus mecanismos (células, energía, conexiones) y tan sencilla en sus resultados: sentado, tumbado, alegre, triste, sediento. Lo más sorprendente es que el ochenta por ciento de nuestro cuerpo sea agua, agua como la de la lluvia. Nuestra vida flota sobre agua. Necesitamos beber y comer para reponer las pérdidas de agua, para no evaporarnos. Sin agua no podríamos vivir. Para millones de personas es un reto diario: caminar kilómetros para conseguir agua suficiente para beber, cocinar o lavarse. Y, a veces, aunque existe agua, ésta no se puede beber, está sucia, contaminada: vertidos en ríos y lagos hacen muchas veces el agua insalubre. El agua que necesitamos para vivir se convierte en la puerta de entrada de enfermedades, muchas veces mortales. Contaminar el agua no sólo es una amenaza para los seres humanos, lo es para otras muchas especies también, vegetales y animales.
No corre mejor suerte el aire. Tomamos el oxígeno y expulsamos el dióxido de carbono, que es tóxico para los humanos. Necesitamos el aire para vivir, y en esa complejidad de la vida, las plantas son nuestras grandes aliadas: ellas nos proporcionan el oxígeno que necesitamos y retiran el dióxido que nos perjudica. Un equilibrio mágico, impresionante, para que podamos seguir vivos. Pero contaminamos el aire, hemos incrementado enormemente la cantidad de dióxido de carbono –producción de energía, industrias, vehículos– y estamos llenando la atmósfera con otros gases de efecto contaminante o que causan transformaciones del clima en el largo plazo. Respirar aire contaminado va minando la vida.
Más de la mitad de la población vive actualmente en ciudades. Nos alejamos del campo, de la tierra. Las ciudades nos ofrecen enormes posibilidades de servicios y facilidades: podemos acudir a un museo, a un concierto, a la universidad o a comprar en un centro comercial. En general, reconocemos la vida urbana como más agradable. Pero las ciudades crecen muchas veces de forma desordenada, millones de personas se acumulan en barrios sin condiciones adecuadas. Las personas se instalan en zonas peligrosas cuando llueve mucho o cuando se producen inundaciones. Las ciudades modernas son también trampas gigantescas. Vivimos en las ciudades de espaldas al campo, sólo nos interesa de él por lo que podemos extraer: acabamos con los bosques, variamos el curso de los ríos, agotamos los yacimientos de minerales.
Y para mantener esta máquina incesante de producción y de consumo necesitamos energía, mucha energía: nuclear, del petróleo, del carbón, del aire o del sol, renovable y no renovable; toda, la necesitamos toda. Nuestro estilo de vida, como el que monta en bicicleta, no puede pararse, hay que seguir pedaleando y necesitamos todo el fuego, toda la energía disponible, para seguir manteniéndolo. Que nada detenga esta función.
Al mirar el mundo así nos sentimos incapaces e impotentes. Mi manera de vivir ¿qué tiene que ver con todo esta situación que afecta al planeta todo? La parálisis es la primera victoria del egoísmo. Tus pequeñas contribuciones, cotidianas, constantes, van educando tu propia sensibilidad y tu conciencia. Tu convicción irá traspasando tu vida concreta para irradiar en tu entorno. No esperes a que otros resuelvan estos problemas, comienza a interesarte ya por este mundo en el que vives y que has recibido. Al llamarnos a la vida, Dios nos ha concedido un inmenso don, pero también nos ha implicado para que lo recibamos responsablemente.