Para los que vivimos cerca de las montañas y que con un giro de cabeza podemos contemplar su belleza e inmensidad, últimamente parece que estamos de suerte. Y estamos precisamente de suerte porque un manto blanco las cubre, envolviendo a la roca sólida y fría, a los árboles y valles que entre ellas discurren dejando un cuadro precioso, único en esta época invernal y cada vez menos frecuente por el tiempo tan extraño que no deja que el invierno sea invierno.

Reconozco que invita a pensar. Cuando desde la lejanía te pierdes contemplando cómo un enorme bloque blanco se presenta ante tus ojos, te surgen preguntas; a veces, intuyes respuestas, pero sobre todo, te sabes bendecido por poder contemplar un paraje tan bonito y das gracias a Dios por lo contemplado. Te das cuenta que lo creado por Él (que muchas veces nosotros miramos como rutinario), se convierte en algo que te enmudece.

A los que nos gusta adentrarnos y andar sobre ellas, es fácil intuir que ahora en invierno, la montaña se vuelve más difícil porque los senderos que se usan para llegar a la cima están completamente cubiertos por nieve y esto hace que, cuando te atreves y lanzas a conquistar lo más alto, te tengas que servir muchas veces de aplicaciones que te marcan por dónde discurre el sendero; de tu sentido común y de la intuición. Además, el que va primero, es el que tiene que abrir huella, trabajo que te compromete física y mentalmente. Eres al que se le hunden las rodillas, el que se tropieza, el que mete el pie en un hueco demasiado hondo y además, el responsable de guiar al grupo hasta la tan soñada meta.

Yo creo que en la vida, sobre todo en la que ahora está de moda vivir, ocurre lo mismo. Mucha gente está perdida de toda esperanza e ilusión por llegar hasta su cumbre. Se conforman con no iniciar su escalada hasta lo más profundo del corazón. Por eso, Dios nos llama a todos en nuestra vida a abrir huella, especialmente a aquellos a los que le han conocido y ha transformado radicalmente sus vidas. Una huella que va directo hacia lo hondo de cada persona, al encuentro con Él, y que espera pacientemente para que encuentres tu felicidad y te reconozcas en un mundo que lucha por alejarte de tu mundo interior. Existe gente hoy que se siente insegura, no conoce el camino y no sabe donde tiene que pisar. Por eso, los que hemos conocido la mayor expresión del Amor, tenemos la responsabilidad de acercar a esas personas e intentar guiarlas hasta lo mas alto de su ser.

Es ahí donde espera Cristo. Como en el Sermón de la Montaña. Donde nos reconocemos bienaventurados y uno con Él. Espera a cada uno personalmente pero también como comunidad, como expedición de ese grupo que anhelamos el verlo cara a cara. Ojalá nos reconozcamos en esa misión que el Señor nos ofrece a cada uno, una misión en la que a veces el desnivel puede ser muy pronunciado, pero sabiendo que el esfuerzo merece la pena. Y sabiendo que una vez llegados a la cima, tenemos que descender para buscar y guiar a otros ¿Y tú, te atreves a abrir huella?

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