Viendo lo que pasó hace unas semanas en el Congreso de los Diputados –insultos, descalificaciones, bronca, expulsión, posible escupitajo– me pregunto acerca de las actitudes, reacciones y comportamiento de nuestros diputados. ¿Por qué se comportan así? ¿Qué pretenden? ¿Qué tipo de reconocimiento social esperan?

En el mundo del reconocimiento social las guerras que se producen son peligrosas e injustas. Todo el mundo quiere tener un lugar especial, aunque para ello se tenga que perder el thelos que se persigue, su finalidad.

La sociedad en la que vivimos ha preferido privilegiar el espectáculo fastuoso del corto plazo antes que la humilde misión del sembrador de cultura. La carencia de referentes no viene por la ausencia de los mismos, sino por su ocultación mediática. La necesidad de generar ‘pan y circo’ hace que la labor de un profesor no sea equiparable a la renta de un modelo, o la entrega de un investigador no se pueda igualar con las luces de ficticia gloria que iluminan a la farándula o que un político olvide que está al servicio de los ciudadanos y no buscando más seguidores en Instagram.

No podemos permitirnos el lujo de menospreciar la labor de la gente que se dedica a los demás. Es razonable pensar que la sociedad debe tener espacio de diversión para poder digerir los azotes imprevistos de la vida, pero sin perjuicio de descender al infierno de la displicencia y tirar por la borda las horas de personas que, con la bandera de la vocación, son los que perfilan el margen cultural de la época en que vivimos.

El reconocimiento lo otorga la sociedad. Unos padres que se acercan al colegio de sus hijos y miran con admiración al profesor, están generando una dinámica positiva para que esos alumnos miren con admiración al profesor, lo traten con respeto y reconozcan que la principal misión del docente es acompañarle en su formación personal e intelectual. Lo mismo con los políticos. Alguien que está en el Congreso y trata con respeto a sus compañeros de escaño proyecta una imagen de cuidado, atención y protección por la política. Los ciudadanos, al verlos y escucharlos, entienden que los gobernantes tienen un papel fundamental en nuestra sociedad y que no vale cualquier actitud o palabra por jocosa, ocurrente o despectiva que sea.

Debemos exigir a nuestros políticos que vuelvan a los cauces de moderación y conciliación. Que el reconocimiento social se lo ganarán desde ahí y no desde la polémica gratuita o la ofensa disfrazada. El declive de una sociedad no viene por el azar fortuito de una superstición, al igual que el declive personal no viene por un simple error. Si consideramos que el espectáculo debe ser nuestra referencia, no nos quejemos de que tenemos vergüenza de nuestros políticos, pero si queremos que nuestros representantes sean líderes políticos, culturales y morales, exijamos y revaloricemos esa función.

La cultura del esfuerzo no se activa desde la palabra sino desde los hechos. Para que los futuros ‘mejores’ estén donde se merecen, debemos reconocer y valorar a ‘los mejores’ que hoy, día tras día, se están sacrificando por el bien común, por el bien de todos y deben ser reconocidos como se merecen.

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