Cada día sacan una procesión: un crucificado, una virgen, un santo… no en el mismo pueblo, se entiende, pero en un radio de cincuenta kilómetros desde donde vivo, digamos. En rogativa por la lluvia. En todas las misas, desde hace algunas semanas, también se implora en la oración de los fieles la lluvia… pero lo más probable es que no lleguen hasta otoño al menos, porque el clima casi monzónico en el que empezamos a vivir no augura precipitaciones suficientes hasta octubre o noviembre, al menos. Lo demás serán chaparrones de mayo que asientan las arenas de los caminos, tormentas de verano y poco más.

Entiendo a los que se oponen, con argumentos teológicos y pastorales nada desdeñables, a este carrusel de rogativas como si todo el esfuerzo por combatir el despilfarro de agua, la falta de planificación hidrológica, la carencia de infraestructuras y otras medidas dirigidas al bien común fuera rogar la lluvia a destiempo, cuando estamos entrando en el estiaje para el que la naturaleza sabiamente se prepara.

Entiendo también a los que piden con todas sus fuerzas la lluvia con argumentos también dignos de consideración: la impotencia del hombre para gobernar determinados fenómenos meteorológicos nos habla de la pequeñez de la persona en relación con las magnitudes inconmensurables de la Creación. No es tanto rogar la lluvia al Creador como darnos cuenta de que la ciencia y la tecnología, por muy perfeccionadas que estén, poco pueden hacer para que llueva a gusto de todos.

Lo entiendo. Si las procesiones que salpican nuestra geografía sirven para despertar o avivar el sentido de que estamos en manos de Dios tanto en nuestra vida cotidiana como en la de la comunidad en que nos movemos, bienvenidas sean. Si sólo son un recurso paupérrimo para caer en la milagrería como quien se toma una caja de píldoras del botiquín de auxilios espirituales, mejor olvidarnos. Y que llueva cuando tenga que llover.

 

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