Una generación de Iglesia, conteniendo la respiración, ante el que se acababa de hacer de carne y hueso en Tor Vergata. El papa León XIV nos era un desconocido y, aun así, le vitoreábamos y le esperamos pacientemente. Y decidió que sus primeras palabras a los jóvenes, nada menos, fueran sobre la amistad como vehículo para la paz. A nosotros, maestros de las relaciones sociales.
Un valor mundano, anodino de primeras, pero que muchas veces lo damos por sentado. Pero esquivamos el virus de la soledad, que nos ataca a una generación que vive a menudo de espejismos de lo que realmente es un amigo. El papa, en cambio, hizo resonar a san Agustín al promover “amistades que reflejen el vínculo en Cristo” como las únicas felices y verdaderas.
Y lejos de insinuar que sólo es posible la camaradería de estampita y rosario, creo que hay que entender la amistad en Cristo del papa más sutilmente. Aristóteles hablaba ya de la amistad virtuosa en su Ética nicomaquea, que es aquella que parte del mero deseo del bien mutuo, alejada del placer y la utilidad. Creando un espacio de crecimiento, es esa clase de relaciones donde uno se siente abrumado ante la incapacidad de dar cuando el otro le ha dado todo, aunque no sea verdad. Es forma pura de fraternidad, necesaria en un mundo un poco menos humano, más anónimo.
Pero, en Tor Vergata, el papa Leone nos instó a ir más allá y ver en nuestros amigos la verdad de Dios, expectante. Simone Weil decía que “la atención absolutamente pura y sin mezcla es oración”, un contacto con Dios lleno de esperanza y que posibilita un compromiso real con la paz. Así, la amistad se volvería un tesoro, camino de paz y máquina para tender puentes.