Hay una frase de Santa Teresita de Lisieux que siempre que la leo me sacude con fuerza: “canto lo que quiero creer”. A la santa francesa se la suele representar entre flores y con mirada angelical, pero lo cierto es que esta joven que acabaría convirtiéndose en doctora de la Iglesia y patrona de las misiones, vivió una vida corta aunque muy intensa en la que tuvo tiempo para creer fervientemente y para dudar tremendamente. Cuando su alma se adentró en la noche oscura -oscurísima- llegaría a decir que Jesús la había conducido “a un túnel en el que no hace ni frío ni calor.” A las puertas de su muerte, Teresita no siente nada. Y, sin embargo, canta lo que quiere creer.
Podríamos pensar que es esta una fe ingenua, simplista, inocente. Pero, en realidad, la suya es una fe auténtica, madura, valiente y esperanzada.
La fe tiene mucho de experimentar, de sentir, de comprender. No se empieza a creer por un razonamiento lógico matemático que consigue convencernos. Pero también tiene mucho de dejar de sentir, de dudar, de no comprender. La fe es un misterio; nos supera. No podemos amasarla a nuestra medida, pretendiendo hacerla entrar en nuestros esquemas y argumentaciones. Pero sí podemos desear acogerla y hacerla nuestra con toda su inmensidad y grandeza. Podemos decir “amén”: que así sea. En subjuntivo, el tiempo verbal del deseo de desear.
El credo, la mayor expresión de nuestra fe, se nos queda grande. Racionalmente nos sobrepasa. Pero es que la fe, en última instancia, es una opción del corazón. Un corazón que tiende irremediable e incomprensiblemente hacia Dios, hacia el Absoluto, hacia el Infinito. Es ese anhelo profundo y genuino del corazón humano nunca del todo satisfecho el que nos lleva a poder pronunciar: “amén”.
Cantar lo que queremos creer, decir “amén” ante el Misterio es el acto más loco que podamos llevar a cabo. Aunque, bien pensado, ¿no será acaso el más cuerdo?



