Con esta frase el Papa Francisco comenzó un pontificado en el que puso en el centro algo tan necesario como profundo: la misericordia. Estas palabras no son solo un consejo bonito, sino más bien una invitación a la esperanza. Nos recuerda que por muchas veces que caigamos, por muy lejos que creamos estar, Dios siempre nos espera con los brazos abiertos y somos nosotros quienes tenemos que reunir el valor para volver a Él

El Papa nos presenta a un Dios que no exige perfección, que no pasa lista de errores. Un Dios que nos conoce tal como somos y, aun así, nos ama infinitamente. La dificultad no reside en Su amor, que es perfecto, sino en nuestra capacidad de aceptarlo cuando nos sentimos rotos, culpables o indignos. En nuestro orgullo, en nuestra resistencia a reconocernos necesitados de su gracia. Muchas veces dejamos que el miedo, el orgullo o la vergüenza nos frenen. Nos cuesta reconocernos débiles, pequeños, pero solo desde ahí podemos experimentar de verdad lo grande que es ese abrazo, ese infinito amor, esa misericordia. 

Francisco insistía una y otra vez: no hay que tener miedo de pedir perdón. Porque, como decía en tantas ocasiones, el confesionario no es una sala de tortura, sino un lugar de sanación. Dios no señala, no humilla, simplemente abraza. Y lo hace siempre, sin cansarse. No hay un número limitado de veces para volver; cada regreso es una fiesta en el cielo. Dios solo nos pide que lo elijamos. No que seamos perfectos, ni que tengamos todas las respuestas. Solo que lo elijamos, una y otra vez. Porque en nuestra fragilidad, su amor se vuelve aún más fuerte, y para eso tenemos que ser nosotros los primeros en aceptarla

Tenemos la certeza de que Dios nunca nos suelta. Su misericordia es más grande que cualquier error, su abrazo más fuerte que cualquier caída. Por eso tenemos que atrevernos a pedirle perdón, sin reparos ni vergüenzas. Debemos atrevernos a mostrarnos ante Él tal cual nos ha creado, tal cual nos ve, tal cual somos. Este mensaje es clave para nuestra vida. Nos invita a vivir reconciliados con nosotros mismos, con los demás y con Dios. A tener el coraje de perdonar y de dejarnos perdonar. 

Volver a Dios es volver al amor que no exige explicaciones. Es redescubrir la belleza de ser perdonados, abrazados, sanados. Porque el amor verdadero es el que no se rinde, el que no se cansa. Como el de Dios. Como el que Francisco, incansablemente, nos llama a descubrir. 

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