Solemos escuchamos preguntas como: ¿Por qué la gente deja de venir a la Iglesia? ¿Qué tendríamos que hacer para que vuelvan? Creo que el Papa Francisco, en su primera exhortación La Alegría del Evangelio, nos invitó a cambiar la pregunta. Pasar del “¿por qué no vienen?” al “¿por qué no vamos?”. Es decir: salir al mundo para llevar la alegría del evangelio, vivir como Iglesia en salida.
En toda la historia de la salvación, nos recuerda el Papa, hay un movimiento de salida: Abraham sale de su tierra, Moisés saca al pueblo de Egipto, Jesús envía a anunciar el Evangelio a toda la creación. Por tanto, la alegría del evangelio es siempre alegría misionera. La forma más inmediata de ser misioneros es llevar la Palabra de Dios, que hemos recibido, y que tiene una fuerza propia, más allá de lo que nosotros podemos imaginar.
Cuanto más intensa es nuestra relación con Dios, más nos sentimos impulsados a comunicarlo, para compartir su buena noticia y llegar “a toda nación familia y pueblo” sin excluir a nadie. Por eso el anuncio al que se nos llama no es adoctrinamiento ni proselitismo. Es hacerse cercano a la vida de la otros, compartir sus alegrías y sufrimientos, y descubrir allí la presencia de Dios, que llega antes que nosotros. Compartimos la misericordia de un Dios que nos “primerea”, y eso nos mueve a salir a la intemperie de la vida, y encontrarnos con otros, para hacer visible esa misericordia y esa alegría que transforman y hacen que la vida de fruto.
Todo esto resuena en la liturgia, que no es ni una vitrina que encierra a un Dios intocable, ni un espectáculo para atraer a gente, sino un lugar que nos evangeliza con su belleza donde celebramos con otros esa vida regalada por Dios.



