Cuando el papa Francisco expresó su deseo de “una Iglesia pobre para los pobres”, no hizo una simple declaración de principios, sino una llamada a la conversión. La Iglesia, en su esencia más profunda, no puede desligarse de los pobres, porque fue a ellos a quienes Jesús dirigió su mirada con especial ternura. Es en sus rostros donde se revela el misterio de Dios. Hay muchas personas en el mundo que no dan la vida por supuesta y no necesitan discursos abstractos ni promesas vacías, sino que alguien camine con ella, que la Iglesia sea su refugio y su fuerza.
El Evangelio nos muestra un Jesús que no solo ayuda a los pobres, sino que se identifica con ellos: “Lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicieron” (Mt 25,40). Esta afirmación debería estremecernos. No se trata solo de asistir a los necesitados desde una actitud paternalista, sino de reconocer su dignidad y escuchar en ellos la voz de Dios.
Ahora bien, ¿ha sido la Iglesia siempre fiel a esta misión? Aquí hay una tensión. Por un lado, tenemos testimonios luminosos de quienes han vivido la pobreza evangélica con radicalidad: san Francisco de Asís, monseñor Romero, las comunidades que han compartido lo poco que tienen con los más frágiles. Pero también ha habido estructuras eclesiales atrapadas en la comodidad y el poder, más preocupadas por conservar privilegios que por desgastarse por los últimos. Esta incoherencia no puede ser ignorada.
Pero Jesús fue claro: “No pueden servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Nos invita a una pobreza que no es miseria, sino libertad. ¿Importa quién gana la Champions o cuál es la serie más vista en Netflix? Estas cosas pueden dar alegría, pero no son lo esencial de la vida. Lo fundamental es el amor concreto, el compromiso con el otro, el Evangelio encarnado. Solo siendo pobre, haciéndose libre, la Iglesia puede ser verdaderamente universal, anunciando la buena nueva del Reino de Dios para “todos, todos, todos”.