Nuestros colegios no dejan de ser un reflejo de la sociedad actual. La presencia de alumnado de distintas tradiciones religiosas nos abre cuestiones interesantes sobre cómo trabajar el diálogo interreligioso en nuestras aulas. 

El primer punto es ser conscientes de que definirse como “cristiano” o “musulmán”, por poner unos ejemplos, no implica automáticamente el conocimiento de su fe y la experiencia personal de Dios. No olvidemos que ser cristiano no es una etiqueta más, sino un deseo de configurarse íntegramente como y en Cristo. Un diálogo implica a dos, y debemos considerar al sujeto que tenemos delante para ello. 

Hay algunos aspectos que pueden ayudar: una actitud integral de respeto, no solo por educación, sino desde la convicción de que la diferencia es un valor para todos. El conocimiento de otras religiones nos aporta una comprensión más rica del misterio de Dios desde distintos puntos de vista. No se trata de relativizar cada religión, sino de asumir que hay una verdad superior que no somos capaces de abarcar desde nuestra mirada parcial. 

La convivencia cotidiana en la pluralidad de creencias tiene más valor que un exceso de palabras sobre teología. En un mundo polarizado y confrontado, el valor de la cotidianidad en el aula, del trabajo y de la vida compartida es un testimonio muchas veces infravalorado. Las distintas religiones están llamadas a ser testimonio vivo en la lucha por la paz y la justicia, yendo más allá de cuestiones éticas y morales, viviéndolo como consecuencia lógica de su experiencia espiritual

La oración y el silencio, porque por encima de toda diferencia y de toda palabra está el encuentro con Dios. Esto es experiencia humana compartida. Con la buena intención de integrar, podemos caer en la tentación de tomar elementos sueltos de las diferentes religiones. Esto supone el riesgo de vaciarlos de contenido al descontextualizarlos. Esto requiere un discernimiento profundo y mucho conocimiento. 

En último lugar, cabría considerar el aporte de las posturas no creyentes nos hacen reconocer que, a veces, nos faltan las palabras, las imágenes, los gestos y el conocimiento. Estas posturas son también una oportunidad para purificar nuestra fe —y nuestras actividades pastorales— de tantas distracciones. 

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