Un antiguo proverbio chino nos cuenta que había una rana que vivía en el fondo de un pozo. Desde allí veía un pequeño círculo de cielo y sentía, a veces, el aroma del mar. Creía que su mundo era perfecto, sin darse cuenta de lo limitado que era. Un día, una tortuga le habló del océano inmenso, del cielo sin fronteras y del sol radiante. La rana se rió. ¿Cómo podría haber algo más grande que su pozo? Pero entonces llegaron las lluvias. El agua subió hasta que la rana no tuvo más opción que salir. Y cuando lo hizo, quedó maravillada: el cielo era infinito, el mar era inmenso, la luz era más brillante de lo que jamás imaginó. Comprendió que había vivido engañada, conformándose con lo poco que conocía.

Vivimos muchas veces como la rana del pozo, creyendo que nuestra visión limitada es la totalidad de la realidad. Nos acostumbramos a nuestra pequeña porción del mundo y, satisfechos con lo que conocemos, rechazamos la posibilidad de algo más grande, más profundo. Así nos pasa con Dios. A veces creemos conocerlo, pero nos quedamos atrapados en un pozo de certezas cómodas. Nos aferramos a una visión pequeña, sin atrevernos a descubrir la inmensidad de su amor y sabiduría. Sin embargo, la invitación de Dios siempre nos llama a salir.

Dios siempre nos invita a ir más allá. Nos manda señales, nos pone en el camino personas que, como la tortuga, nos hablan de algo más grande. Pero muchas veces, solo cuando llegan las tormentas—el dolor, la duda, la crisis—nos atrevemos a salir. Y entonces entendemos que su amor es un océano sin orillas, que su verdad es más vasta que todo lo que imaginamos.

No vivamos en un pozo. Atrevámonos a buscar a Dios con un corazón abierto, dispuestos a conocerlo más y más. Porque como dice la Escritura: «Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.»  Jeremías 33,3

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