Estamos llamados a vivir con otros. Lo vemos en nuestra propia historia, en nuestras familias y en nuestros colegios y trabajos. Cuando entramos en el metro, navegamos por la red o vamos a la consulta del médico. Y es que, aunque no lo queramos o no nos apetezca, debemos vivir en sociedad. Dependemos los unos de los otros, y cuanto antes lo aceptemos mejor.

Y quizás es aquí cuando nos viene la primera tentación de todo ser humano, y desde bien pequeños: hacer de los otros un medio o hacer de los otros un fin. Y curiosamente, esto determina nuestro modo de vivir, desde cómo nos posicionamos en los temas éticos a cómo tratamos al camarero de la cafetería de la esquina. Es la disyuntiva entre tratar a cada ser humano como un objeto más o reconocer a cada vida humana en toda su dignidad.

Tratar bien a otros no pasa por autoproclamarse empáticos, sonreír mucho o cambiar el tono de voz como si fuéramos empleados de una tienda de lujo. Hacer el bien es un imperativo ético y hacer el bien nos hace mejores personas. Tratar bien al otro implica reconocer toda su dignidad más allá de etiquetas secundarias o de lo que haya podido hacer, sea como sea, desde el no nacido al inmigrante sin papeles, desde el más agraciado hasta el compañero más insoportable. Es valorar a cada persona por lo que es en sí misma, por el valor infinito que tiene por ser creado a imagen y semejanza de Dios. En definitiva, reconocer en el otro el rostro de Jesús.

Al fin y al cabo, una sociedad no vale más por el bienestar que genera, más bien por cómo trata a los más vulnerables, esta es la cuestión.

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