Dicen que las mujeres son capaces de distinguir muchos más colores que los hombres. Sin embargo, cuando miro la paleta de colores del ordenador veo y distingo una infinidad de tonos diferentes. Así que he llegado a una conclusión bastante simple y evidente: mi problema no está en la vista sino en mi ignorancia. En el colegio solo me hablaron de los siete colores del arco iris y nadie me enseñó cómo se llamaban los diferentes tonos de azul. Y como tampoco me dediqué a la pintura nunca tuve el dilema de elegir qué tono de color comprar para pintar el mar en un día nublado (y que alguien me contó una vez que era el verde vejiga).

Por suerte sí he encontrado muchas personas que me han ayudado a poner nombre a las cosas que suceden en mi interior y en mi oración. Porque entre mis sentimientos y pensamientos hay una gama enorme de vivencias, emociones, llamadas y dudas. En mi interior hay todo un mundo de voces, ruidos y reflexiones que surgen de mí, de los que me rodean, de mi comunidad y también de Dios.

Sin duda que la oración me ayuda a entender mejor todo eso y a entender mejor a Dios. Es ese espacio de encuentro donde entre todo el ruido de mi corazón he aprendido a distinguir y a poner nombre a una palabra que no viene de mí. Una palabra que hace mi vida más honda, más rica y más profundamente feliz al abrirme a Dios y a los otros. En la oración aprendo a distinguir y poner nombre a aquello que viene de Dios. Encuentro palabras para hablar y compartir con otros sobre ello. Y sobre todo voy aprendiendo a elegir los colores que me ayudan a llenar mi vida por dentro y por fuera con las tonalidades que mejor conjuntan con el paisaje que quiere pintar Dios en el mundo.

 

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