De las cosas que más nos cuestionan como cristiano es el lugar en el que reside Dios. En muchas ocasiones, el cristiano de a pie se pregunta dónde está realmente Dios, como si su existencia real física fuera el único signo que necesitamos para ese aliento que nos permite continuar creyendo. Lo que expresamos en el credo, es que realmente nos creemos que Dios está. Recordemos el efecto visual de Jesús Resucitado. Jesús asciende al Padre, se sitúa en ese círculo divino donde Jesús ha vivido su humanidad, partiendo al seno del Padre y expresándonos de nuevo, que la resurrección no es estar a la derecha o la izquierda, no es arriba ni abajo, no es dentro o fuera. Jesús rompe las claves espacio-temporales, para indicarnos no el lugar correcto, sino la forma adecuada.
No es ciencia ficción. Cristo no se sitúa en otro lugar, como si lo de Dios estuviera en alguna galaxia perdida en esa inmensidad que llamamos universo. Lo que el Resucitado nos muestra es que está en Dios. Ese es nuestro lugar de fe. Toda nuestra vida puesta en Dios, toda nuestra existencia y nuestra realidad ubicada en su Presencia. Lo divino tiene la capacidad de transcenderlo todo y de sustentarlo todo. ¿No sería precioso si nos creemos de verdad que es Dios mismo, no el de arriba, sino el de dentro? Así es nuestro Dios: fuente y aliento.
Creer de cabeza y corazón que Jesucristo ha traspasado todo límite, ha ahondado toda realidad. Es en cada una de nuestras células donde compartimos el espacio de intimidad con este Dios que vivifica cada escenario vital. Subir al cielo no es solo ascender al Padre, es estar en todo dando vida. Es el regalo de una posibilidad creativa: tierra nueva y cielo nuevo (cfr. Ap 21, 1-2).