En un mundo de mil fronteras, que cruzan el universo de parte a parte pasando por nuestro propio corazón, todo tiene su aurora y su ocaso, su progreso y su declive, su comienzo y su fin. Lo sabemos porque percibimos el ciclo de la vida que nos rodea, donde los seres nacen y mueren, y también porque presentimos con estupor y congoja cómo nosotros nacemos, vivimos y vamos muriendo poco a poco hasta llegar a ese límite final en que todo acabará… Todo, salvo el Dios Altísimo, que vive eternamente —más acá de todo tiempo y más allá de toda corrupción— y que, por tanto, no ha conocido ningún inicio ni tampoco experimentará acabamiento alguno.

Si Dios fuera un rey, su Reino carecería de confines. Hablar, pues, del Reino de Dios, es hablar de Dios mismo reinando —creando, salvando, alentando— sobre todo y sobre todos, desde y para siempre. Esto que confesamos de Dios, en ocasiones se le ha negado al Hijo, pensando en él como un mero instrumento del que el Padre se sirvió en un momento dado y que, una vez cumplida su misión, está llamado a desaparecer. Así lo habría afirmado Pablo cuando dice que al «final, cuando Cristo entregue el Reino a Dios Padre […], entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo» (1Cor 15,24.28). Estas ideas cobraron fuerza en el siglo IV, periodo de composición del credo nicenoconstantinopolitano. Hubo entonces quien pensaba que el Hijo no existió desde siempre (como Arrio, presbítero de Alejandría) o que no existiría para siempre (como Marcelo, obispo de Ancira). Uno y otro sugerían que el Reino de Cristo —el Reino que es Cristo— ni estuvo en el comienzo ni estará en el fin. La suya sería, pues, una existencia excelsa pero también atravesada por una frontera… y donde hay frontera, se quiebra la infinitud de Dios.

La realidad que los creyentes confesamos es muy otra, porque todo lo que Jesucristo es, Hijo del Padre e Hijo del hombre, le pertenece a Dios y con él vive y reina desde, por y para siempre. Su llama de amor no se extingue y en ese fuego divino, como rezamos cada primavera al bendecir el cirio pascual, todo nace y nada morirá: «Cristo, ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén».

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