¿Y qué he hecho yo para mandar al paredón, a la crucifixión, al Señor? Porque dicha así la frase, suena regular. Ahora bien, la cosa quizás esté en comprender la afirmación correctamente. Quizás no se trate de que pueda imputársenos directamente la muerte de Jesucristo.
Cuando hemos hecho daño a alguien, especialmente cuando se lo hacemos a alguien querido, no suele pasar mucho tiempo antes de que nos perdonen. Sin embargo, supongo que la mayoría de nosotros hemos experimentado alguna vez el remordimiento punzante de saber que nos han perdonado con sincero corazón, pero de hecho dicho corazón sigue herido. Algo queda por ahí sin cerrarse, independientemente de la generosidad y misericordia del ofendido. Si yo te lanzo una piedra a la cabeza y te hago una brecha, puede que tú me perdones, pero la brecha te la llevas puesta a tu casa.
Así pues, las consecuencias de nuestros pecados quedarían por ahí pendientes, por así decirlo, si nadie las asumiera. Porque, seamos honestos, nosotros no podemos cargar con nuestros propios pecados. Y, sin embargo, de eso se trata. Por esta causa va el Señor a la cruz, con esa intención: que no dejemos “cuentas pendientes” que puedan reprochársenos, de ningún tipo. Así, Jesús asume esas “brechas”, esas heridas en el corazón, las que causamos y las que nos causaron. Jesús en la cruz reconcilia a la humanidad entera entre sí, con Él y con el Padre. Elimina los reproches, las consecuencias del pecado humano. Y se los carga encima. No podemos olvidar que nadie le quita la vida, sino que Él la entrega, la ofrece. Es el amigo que liquida la cuenta sin mirar el tique, gratuitamente, por puro amor.